sábado, 31 de marzo de 2018

ADVERTENCIA SUMAMENTE IMPORTANTE

Este blog está inactivo y agonizante: todo mi material nuevo (junto con algunos de los cuentos que aquí se encuentran, corregidos y aumentados) están en esta página: https://torreondearena.wordpress.com/

miércoles, 25 de mayo de 2016

Cuentos y mitos de Vapórea II: La alabarda de los Warfogg

               La edad mítica de Vapórea tuvo una proliferación de armas mágicas y divinas como no ha conocido ninguna otra mitología nacional. Siendo desde sus orígenes una nación belicosa, los vaporeos han tenido siempre en gran estima sus armas y armaduras, dotándolas en sus relatos –incluso en los oficiales –de  propiedades sobrenaturales y hasta de consciencia propia.
                Una de las más conocidas y que más hizo mella en el imaginario colectivo es la alabarda Desgarro de alma, perteneciente a la extinta familia Warfogg, que durante los siglos 10 al 5 a.S.V (antes del Sitio de Vapórea) ofició predominantemente como guardia real. Algunas fuentes indican incluso que el cuerpo de guardias Los Alabardas provienen del uso que los patriarcas Warfogg dieron a esta arma para defender al Rey.
                Cuenta la leyenda que el conde Baldwin Warfogg encontró el arma luego de perderse en una expedición de caza. Habiéndose alejado de sus vasallos y escuchando cada vez más lejos el ladrido de los perros decidió encontrar por su cuenta el camino de regreso al campamento, alejándose cada vez más sin embargo. Al caer la noche se encontró vagando en un paraje desolado, una llanura devastada en cuyo centro podía verse un pueblito vacío. A pesar de su apariencia lúgubre, el conde decidió entrar en la villa para conseguir comida y orientación o, en caso de hallarse vacío el poblado, un techo para pernoctar.
                Sólo huesos blanqueados, telarañas y madera podrida dieron la bienvenida al señor de la comarca. Quitándose la armadura de caza y atándola junto con la lanza y el arco corto que llevaba, Warfogg entró en lo que en tiempos mejores había sido la taberna del pueblo y se acomodó sobre un colchón andrajoso: los lujos de las cortes de Vapórea no habían alcanzado a obnubilar las mentes de los señores, y Warfogg antes que un noble era un guerrero. Ni siquiera intentó a hacer una hoguera: el cansancio de la jornada lo impulsó a dormir sin más dilación.
                La luna ya estaba en su cenit cuando, en sueños, Warfogg fue visitado por la sombra de uno de sus antepasados, el conde Fitzwilliam Warfogg, su tatarabuelo. Este le profetizó a Baldwin que tiempos sombríos se acercaban para atormentar al Sacro Reino de Vapórea, y que la vida del Rey correría peligro en innumerables ocasiones. Le dijo que la misión que el Antiguo había preparado para e linaje Warfogg era la de proteger (aun ofrendando su propia vida y la supervivencia de la familia) al gobernante por derecho divino, y le impuso a Baldwin la misión de no abandonar a su señor si este decidía entrar en batalla.
                Fitzwilliam Warfogg le tendió una mano espectral, y cuando Baldwin fue a tomarla se percató de que esa mano empuñaba el asta de una alabarda, brillante en la noche de la taberna con un centelleo rojizo. Según contó –en su lecho de muerte- el mismo Baldwin, al tomar el asta del arma se encontró repentinamente despierto: la alabarda había dejado de brillar, pero tenía una materialidad incuestionable. El conde Warfogg tomó el sueño y el arma como un regalo del Antiguo pero también como una responsabilidad impuesta por este, así que dedicó el día siguiente a ayunar y rezar como agradecimiento. Fue encontrado por una partida de búsqueda esa noche, y regresó con ellos al campamento, donde su mano derecha le avisó que el reino había entrado en guerra con el Imperio de Lusgovia, lo que hoy conocemos como República de Bmaris. El conde no se sorprendió en lo más mínimo, y ordenó el acantonamiento inmediato de los hombres de su feudo. Esa fue la primera vez que Baldwin contó la historia de la alabarda que llevaba a la espalda, y su fe ciega contagió de valentía a sus vasallos, los cuales reunieron en pocos días dos mil hombres armados y partieron a defender la frontera de la nación.
                El conde Baldwin Warfogg utilizó la alabarda (todavía sin nombre) en la conocida Batalla del Carromato, la cual comenzó como una escaramuza entre dos batallones por un cargamento de maíz lusgavo y terminó en una matanza que dejó quinientos muertos y mil setecientos heridos. Warfogg había sido destinado al frente septentrional, donde se dio la batalla, y al recrudecerse las hostilidades entró personalmente a la pelea.
                Sólo le bastó un golpe desde el caballo para demostrarle que el arma que le había otorgado el espectro de su antepasado estaba, en efecto, revestida de poderes divinos. Cuando se usaba para golpear, la alabarda era más ligera que una pluma, capaz de cortar la más recia armadura o hasta arrancar de cuajo troncos enteros. Bastaba el más leve contacto con un escudo de roble para quebrarlo en múltiples pedazos, y la carne se hendía como manteca bajo la cuchilla.  
                La batalla terminó con la retirada de las fuerzas de Lusgovia, pero cuando el escudero del conde Warfogg le sacó el casco y el gorjal no vio en su rostro la alegría de la victoria, sino el horror más puro. A Rudolph Salle, mano derecha, escudero del conde y posteriormente historiador, le extrañó muchísimo su expresión de miedo; el conde no sólo había participado ya en buen número de batallas, sino que también había visto cara a cara a un espectro y no había perdido la entereza. Warfogg pidió vino a los gritos y se retiró a su tienda, de la cual no salió durante tres jornadas.
                No fue sino hasta terminar la segunda batalla cuando Rudolph Salle se enteró de lo que le acontecía a su señor. Baldwin Warfogg había liderado otra vez a las fuerzas vapóreas hacia la victoria, blandiendo su arma con una facilidad pasmosa y dejando un rastro de cadáveres. Esta vez, luego de asistirlo y servirle bebida decidió acompañarlo a su tienda: una vez dentro, el conde Warfogg se desplomó, temblando y mesándose los cabellos.
                “Sobre esta arma pesa una terrible maldición, Salle” dijo Warfogg a su escudero “y maldito está todo aquel que la blanda. Es una alabarda magnífica, y no hay ni una en todo el mundo que se le pueda comparar, pero el dolor que trae a su portador es aún más incomparable.
                ¡Ay de mí, que he visto las almas de los que asesiné! Cada vez que la punta o la cuchilla de mi arma hieren la carne de mi enemigo, veo con claridad cada uno de sus sentimientos, cada una de sus memorias. Antes de tenerla en mis manos he matado, tanto con espada como con arco, y a pesar de la repugnancia que es natural sentir ante tan perverso acto, el saber que es en defensa de mi Rey y mi Dios basta para aliviar el dolor en mi alma. No creáis que me he ablandado, Salle, no te guieis por mi aspecto: un hombre de menor temple ya hubiese sucumbido. Pues esta alabarda… No sé con qué palabras humanas referirme a tan horrorosa experiencia. Pues esta alabarda me hace conocer cada aspecto de la vida, cada odio, cada miedo, cada amor de las personas que mato. No me creáis mentiroso cuando os digo que puedo daros cuenta de los nombres y las familias de cada uno de los que maté durante la Batalla que acaba de terminar. Puedo deciros cuáles peleaban con odio y con placer, cuales sólo querían salvar la vida y cuales dedicaron sus últimos pensamientos a sus esposas, hijos y señores.
                Puedo deciros como pasó cada uno de ellos cada día de sus vidas. Puedo deciros que casi todos querían volver a sus hogares y disfrutar del pan y el vino por última vez, con sus familias.
                Estoy quebrado, Salle. Cuando el enemigo es una armadura que se mueve, o siquiera un hombre con una espada es fácil. Pero cuando uno sabe cuántas vidas hay detrás de la vida que está segando… Esta arma está maldita. No puedo seguir, dejadme solo.”
                Salle era una persona que, a pesar de tener gran respeto por su señor, no podía estar callado, y la noticia de las peculiares palabras del señor de Warfogg se expandieron por el campamento como un incendio. No obstante, el respeto que el conde había ganado en las últimas batallas impidió que los hombres fuesen crueles con él, y la mayoría pensó que eran tan solo producto de la fatiga del combate.
                Las hostilidades dentro del territorio vapóreo cesaron al cabo de unos meses, y Warfogg fue recompensado (la recompensa la pidió él mismo) con el puesto de jefe de la guardia real. A pesar de que pudo descansar, el conde ya no era la misma persona: el pelo se le había encanecido prematuramente, y el rostro estaba plagado de arrugas, las cuales, al iniciar la guerra, ni siquiera había un presagio. A pesar del evidente golpe que había supuesto para él la guerra, acometió su deber con gallardía y frustró numerosos atentados contra la vida del rey, lo que le valió el título de Lord Protector de por vida, y la herencia de este a perpetuidad.
                En su lecho de muerte, Baldwin Warfogg legó su arma y su título a su hijo, Rodrik Warfogg. Llamó a la alabarda Desgarro de alma, para advertir a todos sus descendientes del terrible sino que se cernía sobre tan poderoso artefacto. Rodrik Warfogg, joven impresionable por ese entonces, tuvo gran respeto por la historia de su padre y se dice que no blandió la alabarda ni siquiera una sola vez.
                Distinto fue el caso de su hermano menor, John Warfogg, que heredó la reliquia familiar tras la prematura muerte de Rodrik. De fama implacable y sanguinaria, el joven John no tardó en emplear la alabarda contra uno de sus propios sirvientes, tras lo cual pasó dos meses en cama producto de una enfermedad nerviosa. El propio testimonio de John sirvió para dar veracidad a la historia de su finado padre, y ya en toda la corte se hablaba de la famosa arma divina de los Warfogg.
                Desgarro de alma pasó de generación en generación, y los herederos la recibían con codicia o con aprensión, dependiendo el caso. Muchos, al igual que Rodrik Warfogg, ni siquiera osaban tocarla al recibirla, de tal pavor que les causaba. Otros la usaban en combate y caían enfermos, o acababan con su propia vida después de la batalla. Sólo los de ánimo más fuerte eran capaces de utilizarla en muchos combates: el caso más famoso es el del caballero Greene Warfogg, que, durante las guerras, escogía como enemigo personal al escuadrón enemigo de fama más malvada, para así disminuir los remordimientos al matarlos.
                La historia de Desgarro de alma terminó en el siglo 5 a.S.V., cuando Johannes Warfogg, en la Toma de Ho-Nien, un bastión de Zhao Tsu, terminó con la vida de sesenta hombres en menos de una hora. Luego de esta proeza sin par, Johannes partió el asta de Desgarro de alma y mandó a fundir la cabeza del hacha. Cuando le preguntaron el porqué de su accionar, contestó con las siguientes palabras:
                “Uno de los ballesteros que maté era un mozalbete de diez años. El señor de este castillo lo había forzado a pelear, y su madre lo esperaba en una de las casas que quemamos. Ella le había prometido ir a cazar mariposas cuando volviese: ambos querían atrapar una mariposa naranja, como la que les había regalado el padre de la familia antes de partir a la guerra. Pero ahora, su querido Tian jamás volverá. Mis antepasados proclamaban que esta arma estaba maldita, pero creo que estaban equivocados: es la raza humana la que está bajo una terrible maldición”.         Con el acero que resultó de la fundición de Desgarro de alma, Johannes mandó a fabricar un escudo, alegando que no quería que el metal de la alabarda volviese a ser utilizado para matar. Luego de poner en orden sus asuntos y su herencia –era un hombre metódico, como todos los nobles de Vapórea – saltó de la ventana de su torre, ubicada a cien pies del suelo.
                El escudo Warfogg fue donado al museo real, donde permaneció guardado hasta que,  varios siglos después, durante el sitio de Gran Vapórea, fue fundido de nuevo y utilizado para fabricar balas de cañón.
                

domingo, 1 de mayo de 2016

Lexikon 80

                Atravesé la puerta del pequeño negocio de máquinas de escribir repitiendo “Lexikon 80” como un mantra. Había olvidado anotarlo en un papel, y desde que había dejado de pagar las facturas de teléfono ya no salía con el celular en el bolsillo, así que no me quedaba más alternativa que la primigenia mnemotecnia de repetir hasta el hartazgo. Lexikon 80, una y otra vez, durante treinta cuadras a pie. Cuando entré en el viejo local estuve a punto de contestar Lexikon 80 al mecánico saludo de la dependiente.
                Me sobrecogió la cantidad de máquinas de escribir que se hallaban agazapadas en las entrañas de la tienda, como monstruos antiguos petrificados por una arcana magia en una tumba prohibida, dispuestos a saltar sobre el primer intruso que irrumpiese en el sagrado recinto. En toda mi vida solamente había visto dos máquinas de escribir: una, en un museo de arte pop, en una recreación de la habitación de un autor conocido (sospecho era Neruda, pero realmente no lo recuerdo), la cual se componía de un catre sencillo, un escritorio de madera con silla a juego, algunos cuadros mal pintados —intencionalmente o no— de mujeres cubanas y un par de macetas altas, casi jarrones, con plantas de interior. La escena estaba bien representada, pero lo que más me llamó la atención de la puesta en escena fue la máquina de escribir sobre la mesita, presencia que destacaba por su exacerbado realismo, más por encontrarse rodeada de claras imposturas para quien prestaba atención (las plantas en las macetas eran de plástico, el cenicero estaba pegado al escritorio para impedir que lo roben, la silla se veía endeble, imposible de cumplir su función) que por mérito propio. Pulsé uno de los botones de la máquina, gloriosa boca abierta con cuatro hileras de dientes podridos, y con encanto casi infantil descubrí que las barras de tipos obedecían sin lucha a los golpes que propinaba a las teclas. No había papel en el cilindro, lo cual rompía ligeramente la impresión de autenticidad, pero así y todo me dediqué a escribir mi nombre en el vacío: al llegar a la novena y última letra decidí apartarme del mecanismo, más por miedo a un posible juicio ajeno al verme jugar con una muestra artística que por remordimiento de lo mismo. Era una Underwood Five color celeste pastel: en ese momento sabía poco y nada sobre máquinas de escribir, pero el nombre se me quedó grabado en la memoria. Con una ligera —ni siquiera fonética— modificación sería un nombre muy bueno para un personaje de una novela setentosa: Fabe Underwood, cazarrecompensas y asesino a sueldo.
                La segunda máquina de escribir que vi en mi vida la encontré en el canasto de basura del sector de vereda que por ley municipal pertenecía a mi casa. Era de mañana y atontado por el sueño insuficiente no la vi hasta que le tiré encima una bolsa negra de kilo y medio de residuos húmedos, orgánicos e irrecuperables. No suelo levantarme a las siete de la mañana más que para encargarme del odioso pero inapelable menester de sacar la basura, y, a pesar de haber formado el hábito, lo hago maquinalmente, casi a ciegas: salgo de la cama lentamente, camino arrastrando los pies (despegando los ojos lo mínimo e indispensable, para no despabilarme más de lo necesario), tomo la bolsa de basura que preparé el día anterior al lado de la puerta y, con un esfuerzo sobrehumano, recorro los dos metros que separan la entrada de mi casa y el canasto de la basura, ese mismo donde encontré la Olivetti aquella mañana. Luego de tan hercúlea labor me muevo rápidamente —entiéndase rápidamente en el contexto de la extrema pereza con la que me desempeño usualmente, pero todavía más recién levantado— hasta volver a la cama, donde me acuesto de nuevo y descanso de la fatiga que me provoca tal sacrificio hasta eso de las dos o tres de la tarde.
                Esa mañana (era un 24 de abril y hacía un frío atroz, a pesar de no ser siquiera mediados de otoño) la presencia de la máquina de escribir en la cesta metálica de la basura  logró lo imposible y me desperté de inmediato. Si bien la hora y el lugar eran extraños, impensables, mi sorpresa no se debía únicamente a ellos; debe recordarse que era la segunda vez que podía ver y tocar una máquina de escribir.
                (En este punto quizá debería aclarar, aunque parezca obvio, que  había visto otros de estos artefactos en, por ejemplo, vidrieras de casas de antigüedades. Sin embargo, al no poder tocarlas, al no poder pasar al terreno de la experimentación como sí había hecho en la muestra del museo de arte pop, esas experiencias me parecían desdibujadas, irreales, como vistas en tercera persona. En la tele vi muchos leones y estoy seguro de que existen, pero, al no haber ido en toda mi vida a un zoológico (o en su defecto, a África), esos avistajes virtuales cuentan tanto como, por ejemplo, el grueso cuerpo de sindicalista de Jabba the Hutt en Star Wars. Si alguien —por ininteligibles motivos —me preguntase si alguna vez había visto un león jamás se me ocurriría contestar “Sí, vi uno en televisión” para no arriesgarme a parecer imbécil. Lamentablemente, evitar contestar acerca de mis experiencias televisivas con felinos no significa que la gente no lo piense de todas maneras).
                Sin perder tiempo y con un considerable esfuerzo físico extraje el pesado artilugio de su inapropiado receptáculo y lo llevé a mi casa, extasiado como un nene abriendo los regalos de navidad. Ya sobre la mesa de mi comedor me dediqué a su análisis, tanto visual como táctil: me fascinaba acariciarla, pasar los dedos por las teclas y ver como los tipos respondían a la más mínima presión, como si más que un ingenio mecánico fuesen partes vivas de un todo orgánico, dispuesto a obedecer hasta las últimas consecuencias a su salvador.
                “Me has salvado de un destino atroz, maestro. Sus deseos son órdenes” decía la máquina con un acento educado y servil como el que debían tener los robots de Asimov.
                Era de un color indefinible, entre marrón claro y gris. Las manchas de óxido que predominaban en toda su superficie le daban una apariencia desmejorada, indicando a las claras que el artefacto no era nuevo ni mucho menos. Tenía cinco hileras de teclas negras, sin contar la barra espaciadora que campaba a sus anchas debajo de todas las demás, larga como una culebra. Inmediatamente arriba de la tecla de espacio se encontraban tres filas que representaban el ya familiar teclado QWERTY, asfixiadas por otra adicional que representaba los números arábigos y algunos signos de puntuación. La hilera superior y última era la más enigmática: comenzaba desde la izquierda con una tecla roja, con una flecha blanca en el centro que apuntaba hacia la derecha, la única que, por color, destacaba de sus 59 compañeras; la experimentación me demostró que su función era mover el carro hacia la derecha, como si se tratase del backspace de la computadora. Inmediatamente a la derecha de la tecla rojiblanca se encontraba una que, ya volviendo al color negro, mostraba una línea vertical bastante gruesa. La seguía un número 1, bastante más pequeño que sus los otros numeritos de la hilera inferior. En la tecla siguiente, al número 1 se le sumaba una línea vertical igual de pequeña. En la siguiente las líneas eran dos, y así sucesivamente hasta el final de la cadena de teclas, exceptuando la última, que era una completamente negra, sin función aparente. No sé por qué, pero su existencia, su total negrura y su ausencia de fin en una artilugio en donde, a primera vista, todas sus partes tenían uno claramente establecido, me dio un ligero escalofrío. Todavía hoy no puedo mirarla fijamente sin sentir una leve incomodidad, la conciencia cósmica de que no todo se rige por leyes metódicas e imperturbables. Claro está que debe existir un motivo para la existencia de esa tecla; viendo la metódica perfección de la máquina dudo mucho que los fabricantes gastasen aunque sea un gramo de metal o plástico ociosamente. Sin embargo, hasta el día de hoy no pude encontrar a nadie que pueda explicarme qué es esa tecla: en los restantes modelos de Lexikon 80 que pude encontrar por internet, esa tecla directamente no existía, hecho que contribuyó aún más a mi aprensión hacia ella.
                No quiero extenderme más en la descripción del artefacto; no soy Flaubert ni este relato es una especie de Madame Bovary posmoderno. Basta saber que, a pesar de mi usual modorra y del frío que calaba hasta los huesos en el comedor de mi casa, estuve más de una hora y media inspeccionando el aparato, descubriendo las funciones de todas sus teclas y palancas (el embrague de espacios, el selector de interlínea, la palanca liberadora del carro, etcétera), deleitándome con el sonido musical de la campanilla de fin de línea.
                 Es imposible explicar la desazón que se apoderó de mi cuando  luego de comprobar que el carro se deslizaba perfectamente y que los tipos golpeaban con fuerza el cilindro llegó el momento de probarla, insertándole una hoja de impresora que logré rescatar de entre el desorden de mi escritorio. A cada pulsación los pequeños bracitos metálicos de la máquina golpeaban firmemente el papel, pero sólo dejaban una leve marca, más blanca que gris, donde debería verse la dura y viril estampa negra de las letras. Estaba decepcionado como sólo puede estarlo alguien que encuentra una máquina de escribir en la basura y, a pesar de su presunto abandono, piensa que funciona perfectamente y la manosea durante un rato largo para descubrir que esta lo hace.
                El desencanto nubló mi mente por espacio de diez minutos, hasta que, iluminado por potencias superiores al ser humano, logré suponer que el problema de la Olivetti era simplemente que carecía de tinta. En frío puede parecer una soberana idiotez, pero deben recordar que era de madrugada, estaba en pijama con una temperatura de siete grados y, además de ser la segunda vez que veía una, ahora tenía la emoción de poseer mi propia máquina de escribir. Siempre había querido una, pero temía pecar de pretencioso usándola, habiendo alternativas muchísimo más cómodas y funcionales. Además, ¿Cómo iba a comprar uno un cacharro así? Seguro el vendedor lo veía a uno de arriba abajo, y, lenta pero fatalmente le dedicaba su mirada de “¿Así que sos de esos…?”, refiriéndose a esos que, por ejemplo, citan a Nietzsche aun cuando no tiene nada que ver con el tema de charla, toman cafés extraños que ni siquiera les gustan e, invariablemente, poseen máquinas de escribir que apenas usan.  Era tan fuerte el desprecio del vendedor imaginado que ni siquiera me había atrevido nunca a penetrar en uno de esos bastiones de la nostalgia inútil que llamamos tiendas de antigüedades.
                Busqué, apurado como si alguien me persiguiese, la guía telefónica y la abrí en lo que supuse sería la letra M de las páginas amarillas, cayendo en realidad en la letra F de la guía de Balcarce, segunda sección de la guía (la sección amarilla era la sexta y última). Pasé las hojas de a grupos de 50 o 100, con impaciencia, hasta, después de cosa de un minuto, llegar a la sección que buscaba: Máquinas de escribir. La categoría poseía un recuadro solitario: Maqmar era el nombre de la empresa, acrónimo que rallaba tanto en lo obvio que era hasta desagradable. Maq por máquinas, mar por Mar del plata. No me preciaba de ser una persona demasiado creativa, pero hasta yo podría bautizar mejor un negocio.
                No dejé que mi desdén por la poca originalidad del nombre pasase a mayores y decidí ponerme en camino de inmediato para conseguir un repuesto de tinta lo antes posible.  Tomé un pequeño desayuno compuesto por un sándwich de jamón y queso y gaseosa cola que había sobrado de la cena de la noche anterior, me cambié y, ya más abrigado, salí a la calle, a buen paso para combatir el aire glacial.
                Lexikon 80 creo que era acá a la vuelta.
                Lexikon 80 ¿la altura era 1550 o 1650?
                Lexikon 80 ahí está.
—Lexikhola, buen día.
—¿En qué lo puedo ayudar? —me dijo la empleada. Era bonita, pero nada del otro mundo: tenía el pelo desalineado y ojeras profundísimas, pero más que empeorar su imagen tenía el efecto exactamente contrario. En ese momento hubiese dicho que esos dos rasgos eran los que justamente le conferían cierta belleza mediocre.
—Hola, buen día —repetí torpemente —. Resulta que —me interrumpí. Estuve a punto de contarle que había encontrado una máquina de escribir en la basura —… Necesito tinta para una máquina.
—¿De cuál? —me preguntó en tono impersonal.
                Me había olvidado. Treinta cuadras repitiéndome a mí mismo el nombre del cacharro y me había olvidado. No podía saber si era culpa de madrugar, del frío callejero o de la cara leve pero suficientemente bonita de la empleada: decidí que hablaría mejor de mi (no mucho, pero así y todo…) suponer que me había afectado la falta de sueño. Al ver mi vacilación, comenzó a enumerar marcas para ayudar a mi memoria.
—¿Underwood, Olivetti, Pascal…?
—Esa, Olivetti. Lexikon 80 —respondí de un tirón, aliviado por haber minimizado lo máximo posible el ridículo.
—Espéreme un momento, voy a ver si nos queda —dijo mientras se perdía en una puertita detrás del mostrador. El espacio abierto al público era ciertamente exiguo, y estaba superpoblado de forma barroca por máquinas de escribir usadas. Mientras esperaba me dediqué a verlas con fruición: me sentía como si haber descubierto la Olivetti en mi basura hubiese despertado una pasión por las máquinas de escribir dormida durante largo tiempo dentro mío, dormida desde la primera vez que toque una o desde mi nacimiento mismo.
                También reflexioné en ese rasgo común que comparten universitarios inexpertos y vendedores de igual calibre, el de usar indiscriminadamente la primera persona del plural aunque se hallen claramente solos. Si algún día llegaba a profesor corregiría los “Por lo tanto, concluimos en que el compuesto es…” con un tajante “El trabajo no era grupal, o aprende a escribir sin vueltas o recurse”.  Me odiarían y no sería pedagógicamente correcto pero por lo menos me divertiría gratuitamente.
                Volvió a los pocos minutos con una sobreactuada cara de compunción.
—Perdón, pero no nos quedó ningún repuesto para Lexikon 80 —soltó con el tono lastimero que solamente utilizan los vendedores cuando pierden una venta—… Tengo para Lexikon 110 y Olivetti A45, pero no le van a servir.
                Fue como si me hubiesen golpeado en pleno rostro. Si en la única casa de máquinas de escribir en la ciudad no tenían tinta para la mía, significaba que lo que tenía en mi casa era un pisapapeles extremadamente aparatoso. En la muestra, la Underwood tenía su valor estético, pero yo no ignoraba que la máquina había sido creada con un propósito, y sin él para mí no significaba más que un amontonamiento de fierro y plástico tricolor.
—Muchas gracias —le dije a la empleada dándome la vuelta rápidamente, para que no viese mi cara. Llevaba un mes y unos días sin salir de casa: no confiaba en mi capacidad de ocultar mis emociones, y no quería que aquella chica me viese tan afligido por no poder haber conseguido tinta para una máquina de escribir —. Que tenga buen día.
                “Qué se le va a hacer” me dije mientras abandonaba el lugar, dedicándole una mirada rápida a las restantes máquinas que reposaban en las estanterías y escaparates. No eran caras, pero eran una extravagancia que no podía permitirme. “Capaz si vuelvo a trabajar…” fue el reproche que me hice mientras salía de nuevo al aire fresco del mediodía, agitando la puerta el llamador de ángeles a mi paso. Calcé las manos en los bolsillos de la campera para calentarlos un poco; había perdido los guantes y no tenía intención de comprar unos nuevos.
                Ya había hecho unos metros, enfilando hacia mi casa, cuando el llamador de ángeles volvió a sonar, como un eco. Antes de que pudiese mirar hacia atrás, sentí la voz entrecortada de la empleada llamándome.
—Eh… ¡Vos! —me dijo, vacilante. No tenía ninguna seña particular con la cual identificarme, pero, al mismo tiempo, era el único transeúnte.
—¿Sí? —le respondí sin girarme del todo, lo suficiente como para poder vernos.
—Capaz pueda conseguirte una cinta —había un dejo de vergüenza en la voz. Supuse que era por la contradicción en la que había caído al decirme que  tenía una cinta después de haberlo negado.
—¿Cinta?
—Sí, cinta, para la máquina —me miró con un tono irónico de asombro —. Las máquinas usan cinta, ¿No sabías?
—No, la verdad que no, yo suponía que usaban, no sé, un cartucho, como las impresoras.
                Se rio un poco mientras volvíamos a entrar y suspiré para mis adentros. En caso de meter la pata así prefería provocar la comicidad antes que el desprecio.
                Volvió a irse por la puerta detrás del mostrador, pero regresó a los pocos segundos. En una mano tenía algo así como un carrete de esos que se usan para película, y en la otra una caja blanca, azul y roja a rayas, al parecer recién abierta.
—Este es el último que nos queda —explicó —. Una señora lo había dejado encargado, acá está el vale. Como no tenemos demasiadas señas… bueno, tampoco demasiadas ventas, está anotado y hace varios meses que la estamos esperando, pero se ve que cambió de idea y nunca lo vino a buscar —pensó un momento y añadió, más bajo —. Capaz le pasó algo.
—¿Es de Lexikon 80? —pregunté, disimulando apenas mi excitación. Reflexioné un poco y agregué —. Es raro que dos personas tengamos este modelo acá.
—Si vieses las ventas te sorprenderías que dos personas tengan máquinas de escribir en esta ciudad, sean del modelo que sean —respondió divertida. Supuse que una persona que podía bromear con esas cosas ganaba su sueldo por hora, no a comisión —. Pero sí, la verdad que sí. ¿Te puedo preguntar dónde la compraste? Sin compromiso eh, es curiosidad nomás.
—Bueno, la verdad es que la encontré en la basura —repuse. Ahora el avergonzado era yo.
—¿En la basura?
—Sí, hoy cuando fui a sacar las bolsas estaba en el canasto, tirada. La metí adentro de casa y recién ahí me di cuenta que no tenía tinta.
—Y pensaste que venía en cartucho…
—Y pensé que venía en cartucho —afirmé mientras acariciaba el carrete de tinta. No había preguntado el precio, pero ahora que lo tenía en la mano podría pagarlo al precio que fuese —. Qué locura esto, ¿No?
—¿Qué cosa? —inquirió ella. Ya no quedaba ni rastro del tono impersonal con el que me había recibido minutos antes.
—Esto, las máquinas de escribir. Que sigan existiendo, que se resistan a morirse. Me hacer acordar a nosotros.
—¿A nosotros?
—A los seres humanos me refiero. Es gracioso, pero es probable que las máquinas de escribir nos sobrevivan, que incluso sobrevivan a las computadoras. Si mañana hay un cataclismo y todo deja de funcionar y todos nos morimos, las computadoras van a ser obsoletas, pero las máquinas de escribir —le di unos golpecitos con parsimonia a la que se encontraba sobre el mostrador, como para afirmar mi punto—… toc toc, van a seguir funcionando, esperando una mano que las utilice.
—¿Te cuento un secreto? —me dijo inclinándose hacia delante, con aire confidencial —. No me gustan las máquinas de escribir. Sh.
                Me reí de buena gana. Moví el carrete de un lado a otro, haciéndolo rodar con cuidado sobre la superficie lisa del mostrador.
—Yo no sabía que me gustaban tanto hasta hoy. Es irónico ¿No? Es la segunda vez que toco una máquina de escribir y las amo, y vos trabajás entre ellas y te disgustan. Supongo que es lo que le pasa a todos.
—Disgustar no sé si me disgustan —replicó ella —, pero no me parecen nada del otro mundo. Igual sí, estoy de acuerdo con lo que decís. Vistas así, tienen su nobleza, son de la época en que las cosas se hacían para durar. Hoy ni la gente es tan robusta.
                Hubo unos momentos de silencio, no incómodo pero sí reflexivo. Supe que no quería irme todavía de ahí.
—Discúlpame, pero creo que todavía no nos presentamos.
—Es verdad. Mariela, un gusto —me dijo, extendiéndome una mano firme.
—Francisco, el gusto es mío —dije yo, estrechándosela. Tenía la mano fría, como un cadáver. La mía probablemente estaba igual de helada.
—Bueno Francisco, la cinta sale ochenta pesos —hice ademán de sacar la billetera, pero me interrumpió —¿Sabes qué? La cinta está paga, había dejado la seña completa esta señora. Llévatela así nomás, la vas a disfrutar. Desde mi viejo que no veía a alguien a quien le gustasen tanto las máquinas de escribir. Se te nota.
                Empecé a pensar a toda velocidad. Llevábamos menos de cinco minutos hablando, y no sabía qué era lo correcto y qué no. Si me movía mal iba a desperdiciar cualquier oportunidad, pero, de todos modos, tampoco era que tenía mucho que perder. Poco me importaba que probablemente no la volviese a ver nunca; simplemente no quería quedar mal ante el primer ser humano que había llamado mi atención en seis meses. Me dedicó una sonrisa cálida y me decidí.
—Bueno, ya que la cinta está paga, ¿Qué tal si te invito un café cuando tengas un rato libre? —hice lo imposible para no demostrar nerviosismo, pero debía estar dando un pésimo espectáculo.  Ante mi alivio, hubo un imperceptible cambio en su sonrisa, unos grados de inclinación y curvatura que la hicieron apenas más amplia.
—Dale —me respondió metiendo la cinta en su correspondiente caja y la caja en una bolsita con el logo de Maqmar estampado —. Tengo pausa para almorzar a las doce en punto.
                Le prometí pasar a esa hora, ni un minuto más tarde, y me fui. Cuando llegué a casa ni siquiera puse la cinta en la Lexikon.













                Pasé a buscarla a las doce en punto como había prometido, pero cuando entré me recibió con las manos dentro de una máquina de escribir (la misma que había visto hoy sobre el mostrador) y me pidió que la perdone, que tenía que repararla de urgencia y que no podía salir hasta que la terminase. Usó la misma cara de tristeza condescendiente que había puesto cuando me dijo que no tenía la cinta que estaba buscando, pero esta vez le creí, o, por lo menos, me esforcé en hacerlo con más ahínco.
—Es una cagada que te haya hecho venir hasta acá al pedo —me dijo con las manos llenas de grasa negra, recién extraídas del vientre de la Underwood.
—No pasa nada, no te preocupes —le contesté apurado como si la prisa me sumase cordialidad —. Tampoco era que estabas obligada a ir a tomar algo conmigo.
—No, ya sé, pero igual quería ir —se detuvo unos momentos destrabando el mecanismo de una palanca. Desde fuera su labor parecía sencilla, pero sabía que cuando se trata de mecanismos tan viejos hace falta verdadera destreza para dejarlos a punto —. ¿Qué te parece si vamos a cenar hoy?
—Dale, buenísimo —contesté tras unos segundos de tensión. Había supuesto que la reparación de la máquina no era sino una excusa para evitar el compromiso. Al fin y al cabo, no tenía ninguna obligación de salir conmigo; yo ni siquiera era un cliente porque no había pagado la cinta. Hacía meses que sólo salía de casa para comprar comida, y el aislamiento debía haberme impreso un aspecto horrible cual marca de Caín.
—Pasate por acá a las siete, siete y media, ¿Te parece? —me dijo ella, sin apartar la vista de la Underwood pero con la voz clara, directa, amable.
—Claro. ¿El local está abierto hasta esa hora?
—No, obvio que no. Pero yo vivo muy cerca de acá, y no me cuesta nada venir a esa hora y usar el negocio como punto de encuentro, ya sabés donde queda.
                 El aire estaba lleno de chasquidos metálicos mientras Mariela manipulaba las piezas del aparato, deteniéndose cada tanto, evaluando su funcionamiento mediante el método de prueba y error. No se frustraba con cada falla, no se alegraba demasiado con cada resultado adecuado: simplemente se dedicaba a llegar al resultado final de la manera más eficiente posible. Tal como yo lo veía, esa forma de trabajar sólo podía obedecer a dos causas: La pasión, el tratamiento casi artístico por las máquinas de escribir, o el mayor desdén posible por las mismas, una repulsión tan intensa que llevaba al sujeto a ser lo más expeditivo posible para terminar cuanto antes tan desagradable tarea. Pensando en el “secreto” que me había confiado horas antes, debía suponer que Mariela se inclinaba por la segunda opción. Su “No me gustan” indicaba medianía, una tibieza casi indiferente como la que tendría un campesino ante un motor de Concorde —o viceversa—, pero estaba casi seguro, en vistas de como trabajaba con las máquinas, que Mariela no se encontraba en ese adocenamiento que caracteriza a los empleados comunes, sino que pertenecía claramente a uno de estos dos polos opuestos. No tenía por qué ocultarme una posible fascinación por las máquinas (de hecho, de haber querido mentirme, lo más probable sería  que se hubiese sentido inclinada a fingir pasión por su trabajo), así que la conjetura lógica e implacable era que Mariela detestaba tanto las máquinas de escribir que trabajaba con ellas a la perfección. Puede sonar extraño, pero creo que es un fenómeno que sucede en una gran cantidad de campos laborales, por no decir en prácticamente todos.  Es parte del imaginario colectivo la visión del payaso que, salido ya del escenario, prende un cigarrillo, extrae una petaca hábilmente oculta en un bolsillo interno y, escondido tras bambalinas, mira a los niños que entretiene durante el resto del día y rumia con amargura el enorme desprecio que les profesa. Sin embargo, el día siguiente lo encuentra actuando de manera alegre y amable otra vez.
—¿Siete y media acá, entonces? —le dije. Me sobrevino de repente la imagen mental de Mariela con nariz roja y  pantalones a lunares, haciendo malabares y entreteniendo un enorme público de máquinas de escribir, pero la reprimí instantáneamente.
—Sí, siete y media, como mucho esperame hasta las ocho.
—Bueno, te dejo concentrarte entonces —le dije, separándome de la mesita que hacía las veces de mostrador, mesa de reparaciones y caja. Le dediqué mi mejor sonrisa, con el lúgubre saber de que, a pesar de ser la mejor, seguramente seguía siendo horrible. Señalé la máquina y continué —. Suerte con eso.
                Levantó la vista y también me sonrió. Me dio la impresión de que la sonrisa era sardónica, como si me quisiese decir “no la necesito”. En lugar de eso, me dio las gracias con fulminante amabilidad, y se despidió hasta la noche.
                Caminé un par de cuadras en un estado de obnubilación total, como un autómata. Cuando recuperé la sensibilidad fue como mirar el mar de noche o como asomarse por un balcón interno en un decimoquinto piso: una sensación oscura e insondable, que daba la impresión de que, si uno no se concentraba en su propia existencia, todos los átomos que conformaban su cuerpo se disociarían y, como si estuviesen en el vacío, se alejarían uno de otro en todas las direcciones posibles, llegando hasta los negros e insospechados límites del universo. Era la sensación que provenía de la certeza de haberme enamorado de Mariela, una empleada de comercio con la que apenas había cruzado menos de un centenar de palabras y que ni siquiera me parecía demasiado bonita.

                No dediqué ninguna línea a la descripción de Mariela por dos motivos: El primero, hasta aquella tarde—noche de abril no la había podido ver bien, de cuerpo entero. Podría reprochárseme que, por lo menos, hubiese podido haber descripto su cara y una tercera parte de su torso, que es lo que había observado desde el otro lado del mostrador. Puede ser un problema estrictamente personal, o quizá el cerebro humano se resista férreamente a dar la parte por el todo cuando a otras personas se refiere, por lo menos en el terreno de lo físico. Describir a alguien por una sección de su cuerpo, cualquiera que sea, me parece no solo incorrecto sino también imposible. Para no ahondar innecesariamente en el tema, diré que, en un museo de arte de Capital Federal vi un busto de Balzac, contemplándolo por lo menos durante media hora, absorbiendo detalle por detalle con tal concentración que, de tener la habilidad manual necesaria, podría haber tallado una réplica yo mismo. Sin embargo, si alguien me hubiese pedido una descripción física de Balzac, no hubiese podido decirle ni una sola palabra. El busto sobre el pedestal era un busto, no Balzac, y los hombros, el rostro y la cabellera de Mariela asomándose por sobre la mesa de Maqmar no eran Mariela.
                Llegué a las siete y media, igual de puntual que al mediodía. Ella ya me estaba esperando, recostada contra la persiana despintada del negocio: llevaba un vestido estilo rococó, blanco con delicadas flores rojinegras estampadas. Desde lejos, parecía una de esas tazas que las tías o las abuelas Zulmas guardan en anquilosadas alacenas de madera marrón o, en el mejor de los casos, hacen reposar sobre sus correspondientes platitos a juego encima de una mesa ratona, siendo ninguno de los dos utilizados jamás. Como ya dije, detestaba esos objetos que los dueños hacían renegar de su función original para convertirlos en meros adornos, ya sean máquinas de escribir o tacitas rococó, pero lo cierto era que, a pesar de la reminiscencia de estas últimas que me provocaba el vestido de Mariela, me encantaba como le quedaba. Se lo hice notar con naturalidad después de saludarla y me sonrió sin timidez ni descaro, simplemente como si fuese lo más natural del mundo. Quizá lo era.
                Sonreía mucho, tan seguido que llegué a pensar que curvar los labios era un movimiento reflejo que hacía cuando respiraba, análogo al boqueo de los peces de acuario. Tenía la boca protuberante en un límite aceptable, con el labio superior unos milímetros más sobresalido que el inferior. Los dientes que guardaban esos labios estaban bien cuidados, apenas chuecos.
                Pasa el tiempo y olvido los detalles. Hoy, Mariela es más un concepto que un objeto. Se difumina y entra caminando de espaldas en las nieblas del pasado: los contornos de su cara, el color de sus ojos, las vueltas y contravueltas de su pelo, todo se va decolorando, los detalles se desvanecen en una pasta color blanco leche hasta solo quedar siete letras formando un nombre. De manera arbitraria a veces recuerdo cosas insignificantes como su labio superior o el casi imperceptible alabeo de sus dientes, pero por más que me esfuerce no puedo saber de qué color tenía los ojos, ni siquiera el pelo. En mi mente la recreo con ojos marrones y pelo castaño por una mera cuestión estadística, pero a veces pienso que quizá ella no era así y la posibilidad de una ignorancia atroz sobre un pedazo de mi vida que considero importante en extremo es dolorosísima.
                Mientras caminábamos al restaurant no pensaba en esto en absoluto. La tenía ahí, frente a mí, tan fuertemente real que no podía hacer otra cosa que mirarla. Puede ser que la filosofía de vivir el momento que tanto se inculcó a si misma mi generación pueda haber logrado que gastemos tanta fuerza en nuestras percepciones que, posteriormente, no nos quede ninguna para el recuerdo. Sabemos que sentimos tan brevemente que cualquier ahorro a futuro nos parece de una inutilidad aberrante, ilógica.
                La temperatura, a pesar de no ser calurosa, era por lo menos agradable. Yo había salido sin campera, y Mariela sólo se había puesto un saquito sobre el vestido: llevaba las piernas depiladas a la perfección bajo el vestido floreado.
                Charlamos poco y nada durante el trayecto hasta el restaurant, tocando sólo tópicos comunes y mediocres como el clima, lo rápido que se suceden las estaciones, lo variable (para bien y para mal, dependiendo el caso) que es la temperatura en la costa. En el aire, alrededor nuestro, flotaba una impalpable incomodidad que, si bien no bastaba para hacernos desear estar en otra parte, hacía imposible una comunicación que no fuese protocolar. Supuse que esa incomodidad era fruto de replantearnos ambos la extraordinaria rapidez con la que habíamos actuado. No, una salida a comer no tenía necesariamente implicaciones mayores, pero si teníamos en cuenta que apenas nos habíamos conocido ese mismo día…
                Desconocía sus antecedentes, pero en lo que a mi concernía jamás había tenido una experiencia similar con el sexo opuesto, por lo menos en lo referente a la precipitación con la que habíamos actuado. Las pocas citas que logré tener durante mi adolescencia fueron fruto de largos cortejos y, a su vez, dieron paso a noviazgos iguales de largos. La situación tenía algo de ajeno, de antinatural.
                Entre comentarios baladíes nos fuimos acercando a La Rueda, un comedero de precios demasiado elevados y platos aceptables, ubicado en una zona cercana al centro de la ciudad. Plantado en una esquina, se extendía un cuarto de cuadra por una calle y un octavo por la perpendicular; el interior era escrupulosamente rectangular. Afuera, tanto en la entrada como en la ventanilla que se utilizaba para retirar los paquetes grises del delivery, dos carteles gemelos pregonaban en grandes letras azules: “LA RUEDA. Minutas, pastas, parrilla. Comida para llevar”. Bajo estas tres líneas uno podía encontrar la dirección del local, por si algún transeúnte perdido no sabía dónde encontrar el restaurant que se hallaba inmediatamente debajo.
—Hola, buenas noches —nos saludó un camarero ni bien nos acercamos a la puerta. Llevaba jeans y una camisa negra que le quedaba atroz. No parecía sentir el frío nocturno — ¿Mesa para dos?
—Sí, por favor —contestó Mariela —. Si tenés una contra la ventana te lo agradeceríamos.
                El mozo nos indicó que lo siguiésemos con una sonrisa prefabricada (idéntica a la que usaba Mariela en su trabajo, pensé) y nos condujo a una pequeña mesa, colocada en un rincón del local. Tanto la ubicación como el tamaño de la mesa me parecieron sofocantes, pero Mariela parecía encantada. Se sentó de espaldas a la pared y dejó la cartera colgando del lomo de su silla.
—¿Venís seguido a comer acá? —me preguntó mientras leía la carta.
—Sí, hace bastante tiempo que no vengo, pero en una época sí, bastante seguido.
—¿Qué me recomendás comer?
—¿Qué cosas no te gustan, para empezar? —repregunté después de pensarlo unos segundos.
—Los fideos —contestó inmediatamente —. ¿No es mejor preguntar qué me gusta comer en vez de qué no?
—Todo lo contrario. A menos que seas extremadamente delicada, es mucho más rápido que me cuentes qué te disgusta. ¿Los fideos o las pastas en general?
—No, los fideos solamente —se notaba que la pregunta la había puesto incómoda, así que prosiguió para amenizar la charla —¿A vos qué no te gusta?
—La salsa con cebolla y las legumbres. La cebolla normal, cruda, sí me gusta, pero la combinación con el tomate, no. Queda, no sé, demasiado blanda. Me hace acordar a las babosas —tomé un pedazo de pan de la canasta y lo mordí con cuidado —. Cada vez que tengo que explicar por qué me desagrada esa combinación me siento terriblemente estúpido, así que por lo general prefiero decir que soy alérgico a la cebolla.
—No, entiendo, a mí me pasa lo mismo pero lo tolero —parecía decirlo por compromiso pero agradecí el gesto.
—¿Tenés algún problema con la carne? ¿Sos vegana, vegetariana o algo así?
—Si fuese vegana ya te lo hubiese dicho, ¿no te parece? —dijo riendo. Le correspondí con la boca llena de pan —. No, no me fascina la carne pero me gusta, dentro de los límites de lo razonable.
—Entonces podrías pedir las rodajas de lomo con salsa verde. A primera vista el plato parece horrible, pero cuando lo probás resulta ser una delicia.
—¿Lomo de qué?
—De vaca, creo. Sí, de vaca —aseguré después de meditarlo.
—Bueno, vos sos el que conoce —repuso mirando la parte de bebidas del menú —¿Vos qué vas a comer?
—Suprema con papas —pensaba comer fideos con salsa cuatro quesos (para evitar la inexorable cebolla que, aunque pidiese expresamente lo contrario, siempre aparecía incluida en la salsa bolognesa) pero no me pareció una idea agradable ni astuta después de notar el patente desagrado que los fideos le provocaban a Mariela.
—Que… común —replicó después de buscar cuidadosamente un término neutro.
—Soy una persona excesivamente común. Siempre la misma comida, los mismos gustos de helado, la misma ropa.
—No sé si es necesariamente mala esa constancia —contestó Mariela, todavía examinando con celo la carta. Yo dejé la mía cerrada y boca abajo, a un costado —. Por lo menos se puede saber qué esperar de vos.
                “Nada, probablemente” pensé con amargura, pero no hablé. Al otro lado de la mesa, Mariela parecía estar leyendo La divina comedia en vez de un menú.
—¿Ya saben qué van a comer? —nos preguntó el mozo, de repente junto a nuestra mesa.
—Yo quiero una suprema simple con papas fritas —contesté — y la señorita lomito con salsa. ¿Querías eso al final, no?
—Sí, sí.
—Ajá —masculló el camarero mientras anotaba en una libretita roja — ¿Para tomar?
—Una cerveza Patagonia —intervino Mariela, levantando la vista de la carta. A continuación me miró a mí:— ¿Eso está bien o querés algo para vos también?
—Me parece bien.
—Bueno, entonces, suprema con fritas, lomo con salsa y una Patagonia —confirmó el hombre. Asentimos ambos y se dio por satisfecho —. En breve les traemos todo —mientras el mozo se iba Mariela lo miró sin ninguna clase de disimulo. Yo desvié la mirada desde sus ojos hacia afuera, incómodo.
                Nos trajeron la cerveza y dos copas con celeridad, claramente mucho antes de lo que habría de tardar la comida, honrando esa práctica milenaria que usan los restaurantes para aumentar las probabilidades de que la bebida se agote temprano y que el cliente tenga que comprar una segunda. La treta iba a funcionar casi con toda seguridad en nuestro caso: Mariela vació la copa en dos tragos largos, profundos.
—Bueno, contame algo de vos —dijo mientras se servía de nuevo.
—¿Algo como qué? —inquirí. Realmente no tenía nada que contar sobre mí y esa clase de preguntas, tan vagas, me incomodaban.
—Bueno, básicamente, quien sos —dijo con una sonrisa —. Qué hacés de tu vida, qué te gusta hacer, beatle favorito, político que te gustaría ver muerto, etcétera. Bueno, en el caso de los políticos capaz sea más rápido decir cual no querrías ver muerto, como hacés vos con la comida.
—¿Querés la versión elegante o la real? —le pregunté. Podría haber inventado una historia con una facilidad tentadora, pero no me apetecía. Además, no confiaba en mi capacidad para ocultar de manera creíble la verdad después de medio año encerrado en mi casa.
—Prefiero las cosas bellas a las reales, pero hagamos una excepción.
—Bueno, supongo que tengo que arrancar por mi infancia, entonces. Ahí viene la comida —me interrumpí cuando vi venir al mozo con nuestros pedidos. Antes de que se fuese Mariela le pidió otra cerveza —. Como te decía, no sé cuánto hay para contar de cuando era chico. Mis viejos me querían y, aunque no éramos ricos, siempre teníamos un plato de comida. Durante algunas épocas vivimos en casas horribles en barrios horribles, pero cuando uno es chico y no está mal acostumbrado a lujos no se fija en esas cosas. El barrio donde crecí era de esos feos, con muchos baldíos y calles de tierra, pero en esa época ni el barrio más peligroso era tan peligroso como el más seguro de ahora, supongo.
—Los noventa fueron una mierda, igual —aclaró ella con un tono que no admitía discusión
—Sí, claramente, pero de eso nos dimos cuenta cuando ya habían terminado —respondí antes de meterme a la boca un pedazo de milanesa. Lo saboreé educadamente y, una vez tragado, proseguí —, pero en el momento éramos nenes y todo era mucho más mágico, qué sé yo. Te lo digo objetivamente, yo no soy de esos que opinan que todo tiempo pasado fue mejor.
—Calculo que muchos creemos que todo tiempo pasado fue mejor porque en ese pasado estábamos más lejos de la muerte que en el presente —se encogió de hombros y en tono menos serio me dijo—. Che, que bueno que está. ¿Por qué no pedís lomo vos también?
—Me gusta pedir siempre lo mismo, me hace sentir cómodo.
—Bueno, seguime contando sobre tu infancia.
—Me fui un poco por las ramas, creo. La cuestión es que fue una infancia normal, tirando a buena. Tenía notas aceptables; no las mejores, pero si lo suficientemente buenas como para no tener ninguna presión de mis viejos por mejorarlas. Cuando me pasé a la secundaria empecé a tener problemas normales, como no caerle bien a mis compañeros, notas bajas, alguna que otra pelea...
—¿Eras de pelearte mucho?
—No realmente. No por miedo a mis compañeros: era terror a decepcionar a mis viejos. Podía desaprobar alguna que otra materia, pero la idea de verme peleando en una plaza o una vereda les parecía terrible. Después de todo ese periodo conflictivo me la pasé encerrado en mi cuarto; hubo un par de veranos en los que ni vi la luz del sol.
—Yo era de pelearme bastante en la secundaria, pero después de la quinta que gané sin perder ni una no había mucha gente interesada en pelear conmigo —dijo con una risa— ¿Qué hacías encerrado?
—Leía, leía a montones. Leía hasta las cuatro o cinco de la mañana, usando la linterna de un celular viejo una vez que mis viejos apagaban las luces.
—Yo en esa época no agarraba un libro ni por accidente. Me empezaron a gustar cuando ya terminaba la secundaria. ¿Tus papás te obligaban a leer algo? A mí me hacían leer El Quijote y la pasaba realmente mal.
—No, para nada. Mis viejos siempre me fomentaron que lea pero ellos en sí no eran de ese palo. Hubiese sido un poco hipócrita de su parte insistir demasiado con eso. Yo leía tanto porque quería ser escritor, pero después se me pasó. Ahora hace años que no toco un libro.
—¿Por qué dejaste de querer ser escritor?
—Frustración, supongo. Mientras más leía autores de verdad más me daba cuenta de lo terrible que era escribiendo.
—¿Qué era lo que peor te salía?
—Los diálogos, definitivamente. Eran asquerosos, parecían como si los interlocutores siempre eran robots. Además de mi propia incapacidad me frustraba el hecho de que, en la vida real, la gente no es ni una décima parte de lo aguda que es en los libros. Siempre tenía que elegir entre verosimilitud o belleza y esa tensión me desagradaba en extremo.
—Al final todo se divide así.
—¿Así cómo?
—Entre lo real y lo bello —hizo una pausa y se explicó—. Es como dijiste hace un rato, si quería la historia real o la elegante.
—Debe ser porque lo real no necesita arreglos estéticos —comí una papa con la mano, mirando el mantel de plástico verde lima que cubría la mesa. Era de plástico barato, descolorido —. A lo real le basta con ser real para elevarse por encima de lo bello o lo que debiera ser. No hay competencia posible entre una cosa y la otra.
—Debe ser porque el mundo es tan atroz que siempre entendemos lo hermoso como algo opuesto a lo verdadero —me dijo arqueando una ceja y llevándose un pedazo de lomo cuidadosamente embebido en salsa a la boca —. Y después decís que los diálogos reales no son agudos.
—La mayoría, por lo menos. Capaz Manuel Puig hacía una obra bárbara con el diálogo de, no sé, una almacenera y un nene, pero yo no puedo.
—Bueno, ahora tenés una Lexikon 80 en tu casa con tinta nueva en tu casa. Capaz es una señal divina para que vuelvas a escribir.
—Si Dios existiese y diese señales de su existencia no creo que gastase ni una en mi —traté de parecer animado pero no lo logré en lo más mínimo.
—¿No, no? Haría cosas más del estilo de escribir con sangre en el cielo "Dejad de mataros los unos a los otros, imbéciles" —dijo Mariela, divertida. Su buen humor era imbatible: durante toda la charla no había dejado de reírse de los comentarios ajenos y propios —. Además, supongo que encontrarla en la basura no sería una señal que augure nada bueno.
                Se hizo un espacio de necesario silencio que ambos usamos para dar cuenta de la cena y lo que quedaba de la cerveza con voraz eficiencia. Había poca gente en el restaurant, y los mozos miraban intermitentemente al reloj y nuestra mesa, con la esperanza de que no nos demorásemos mucho en la sobremesa. Afuera, el frío debía aumentar segundo a segundo.
—Bueno, ahora te toca a vos —le dije a Mariela después de hacer desaparecer la última papa que me quedaba, de una textura y gomosidad como sólo las últimas papas del plato saben tener.
—No, vos te quedaste en tu adolescencia y no me contaste nada de lo que hacés ahora.
—Yo hablé mucho y te conté hasta mi peor frustración. Ya estoy cansado de escucharme, y eso que estoy acostumbrado; vos debés estar peor.
—Preguntame lo que quieras, entonces —accedió de mala gana.
—Para empezar, dos cosas: Tu apellido, y después te pregunto la otra.
—Baum —me contestó rápidamente — ¿La segunda?
—¿Por qué te pusiste incómoda cuando te pregunté lo de los fideos? —inquirí después de una breve vacilación. Intuía que era un tema penoso, pero deposité mi fe en que el alcohol la predispusiese a hablar de él —. Si no querés no respondas.
—Reglas son reglas —musitó —. Me da asco, mucho asco la forma de los fideos, no el gusto —se llevó la cerveza a la boca y luego de pensarlo mejor depositó de nuevo la copa sobre la mesa —. Hace unos años, mi abuela materna empezó a tener crisis convulsivas, de la nada, sin explicación aparente. No tenía antecedentes epilépticos, n personales ni de familia. Estábamos cenando, por ejemplo, y se caía de costado y empezaba a sacudirse y a babear todo, como si estuviese poseída. Hicieron falta siete meses de estudios para descubrir que tenía neurocistercosis. Los médicos hicieron un trabajo de mierda durante todo ese tiempo.
—¿Y eso es...? —a cada minuto me parecía más linda. Puede parecer detestable que yo estuviese pensando en eso mientras ella me hacía una confidencia familiar, pero cuando las flores rojas de la pasión deciden abrirse no atienden a si es de noche o de día.
—Básicamente, gusanos en el cerebro. Tuvieron que operarla y le sacaron trece o catorce —terminó de un trago el fondito de cerveza que le quedaba. No pareció importarle su tibieza —. Había uno tan grande que enrollado en un dedo hubiese dado, no sé, cinco o seis vueltas. Mi abuela tenía eso en el cerebro. Mi hermano mayor me obligó a mirar el video de la operación para molestarme, y fue tan grande la impresión que me causó ver como le sacaban esas cosas de la cabeza que no tolero mirar cosas ni siquiera parecidas a gusanos.  Cuando pasó todo eso de McDonalds, que decían que hacían las hamburguesas con gusanos casi me muero: Durante la primaria mis papás me llevaban todos los fines de semana a comer ahí. Creo que adelgacé cinco o seis kilos con todo lo que vomité en esos días —se reía silenciosamente mientras me contaba. Había pasado de la turbación que le provocaba el recuerdo a la anécdota jocosa de una manera tan rápida que parecía increíble —. Fue tan grave el problema que me tuvieron que sacar la tele del cuarto, porque siempre que hacía zapping había un noticiero hablando de gusanos y yo vomitaba todo ahí mismo.
No sé si era cierto o no, pero la cuestión es que nunca pude volver a comer ahí. Tampoco como cerdo, que son los únicos transmisores de los gusanos. Más de una vez me preguntaron si era judía ¿Podés creer?
                No sabía que decirle así que le dediqué una sonrisa sincera, a medio camino de una risa. Sin darme cuenta me estaba mordiendo el labio inferior en un gesto equívoco.
—No me creés, ¿No? —preguntó de improviso.
—Claro que te creo —me apresuré a aclarar —. No te imagino tan perversa como para inventar que tu abuela tenía gusanos en el cerebro.
—Yo me río pero es algo serio —respondió, mirando un punto fijo de la mesa —. Cada vez que tengo dolor de cabeza me pregunto si no será el primer síntoma, y si al abrirme la cabeza no encontraría unas lombrices de este tamaño —hizo un ademán con las manos que, visto desde fuera, podía prestarse a la confusión —. Solamente pensarlo...
                Como si pudiese manejarlo a voluntad para dar énfasis a lo que decía palideció un poco. Me es fácil recordarla así: su piel es del mismo color que la niebla que la rodea en mi remembranza.
—No tenés ningún gusano —dije con firmeza, como si estuviese exponiendo que dos más dos son cuatro.
—¿Y vos cómo sabés eso? —preguntó, desafiante pero divertida.
—Bueno, hay mucha gente que dice que puede ver el futuro, o que lee los colores del aura, y así —me expliqué, gestualizando con las manos —. Cuando les preguntás cómo saben que tienen ese don siempre contestan que simplemente lo saben. Bueno, lo mismo conmigo. Tengo el don de ver quien tiene gusanos en la cabeza y quien no, y vos... —hice como que me concentraba y percibía algo rayano en lo místico mientras miraba su sien —. No, vos no tenés ni uno.
—¿Seguro?
—Segurísimo —repuse en tono serio y mirándola de igual forma.
—Qué alivio —contestó en un tono ambiguo. No pude saber si me estaba siguiendo la broma o si lo decía en serio —. ¿Cuánto le debo, doctor?
—Una sonrisa —le contesté, y, para ejemplificar, exageré una yo mismo. Debía otorgar una imagen bastante patética, y se rio levemente mientras perdía un poco de palidez.
                Con suavidad movió la mano sobre la mesa, ya limpia de platos, canastas y vasos, y tomó la mía. Sentí que la sangre se me hinchaba hasta hacerme doler las venas y, lo reconozco con vergüenza, una presión similar en el pantalón.
—Gracias —me susurró desde la otra punta del mantel, a miles de kilómetros y pegada a mí a la vez.
                Apreté su mano con cariño y le sonreí. Dudaba poder hablar.
                Pagamos la cuenta y salimos abrazados a la fría noche otoñal de Mar del Plata, como dos ramas viejas al viento.

                El aire fresco nos hizo subir a la cabeza el alcohol y a menos de una cuadra de La Rueda ya caminábamos tambaleándonos, los estómagos repletos a reventar, los rostros rojos y las narices y las mejillas aún más rojas, el aliento oscuro, los párpados perezosos.
                Mariela iba abrazada a mi cintura, ambas manos ligándose en el otro extremo. Sus cabellos flotaban apenas en el aire hasta dar de lleno en mi sweater, finas líneas ¿marrones o doradas? sobre campo blanco.
                Nos besamos por primera vez en una esquina anónima, bajo el reparo de un árbol anónimo, temblando ambos, ella de frío y yo de conmoción. Mientras nuestras lenguas hacían lo que debían ella se apoyó en mí de manera sutil pero inequívoca y yo le retribuí con fruición.
                Nos separamos y le miré el rostro, rubicundo y frío, enmarcado por mechones de pelo que flotaban como banderas fantasmales. Me bastaron unos pocos segundos de contemplación para entender la profundidad del amor que le profesaba y, al mismo tiempo, lo absurdo de esos sentimientos, la rapidez idiota con la que habían surgido. Yo creo que hay momentos —casi todos— en los que el amor es indecible, ya sea por la desconfianza en su naturaleza efímera y huidiza o por temor a que el otro crea que tenemos nuestros sentimientos hipertrofiados. Es preferible el silencio a la vergüenza.
                En aquel momento, con esa pequeña cara entre mis manos y nuestras caderas y torsos pegados en obscena postura yo adolecía de ambos temores. La besé otra vez para alejarlos, aunque fuese sólo un poco.
                La calle estaba oscura, desolada, y las sombras se recortaban fantasmales sobre el telón de luz amarillenta de los focos callejeros. No éramos más que dos siluetas borrosas bajo el auspicio de la noche. Daba la impresión que estábamos solos en el mundo, los últimos dos de una especie maldita y extinta, y la perspectiva me pareció de una belleza incomparable.
                Tardamos una buena cantidad de minutos en separarnos.
—¿Qué querés hacer? —le dije con la voz entrecortada, ronca —¿Querés ir a pasear al centro o algo?
—¿Hoy? Es día de semana y estamos en otoño, no va a haber nada abierto.
—¿No, no? —respondí avergonzado por mi torpeza mental —¿Entonces?
—¿Entonces qué? —contestó lentamente, las palabras surgiendo a borbotones. Estaba más ebria que yo y se notaba —¿Qué qué?
—No sé, ¿Querés ir a tomar un café a una estación de servicio, querés que te acompañe a tu casa? —pregunté, incómodo. No estaba muy seguro de como convenía ni cómo debía, moralmente hablando, actuar.
—¿No salís mucho con mujeres, no?
—No realmente —no ganaba nada con mentir.
—Menos mal, porque si les ofrecés ir a tomar café a estaciones de servicio no creo que te vaya muy bien —me miró a los ojos mientras se reía: cuando terminó, en lugar de la carcajada quedó una media sonrisa, como una mueca triste —. Por suerte para vos, me gustás, así que voy a pasar por alto tu pésima planeación ¿O era planeamiento la palabra? de salidas. Sigamos caminando por acá y vemos qué hacemos —dijo mientras ejercía una suave presión hacia adelante.
                Deambulamos un largo rato sin decir nada, incrustados en un abrazo férreo para combatir el omnipresente frío apenas paliado por la acción el alcohol. Ahora sospecho que ambos estábamos metidos en lo más profundo de nuestros pensamientos, pero en ese momento creí que ella simplemente disfrutaba el momento, y que yo era un poco egoísta por ensimismarme y dedicar esos preciosos minutos a la introspección. Hoy por hoy sé que la gente es siempre más profunda de lo que uno sospecha.
                Cada tanto nos deteníamos para besarnos y hablar cosas sin importantes entre susurros, como si tuviésemos que esconder un secreto, lejos de los oídos voraces de la calle vacía.

                El cielo nocturno carece de luna: es un lienzo pintado por entero con tinta azabache, insondable e infinito como la muerte. Las luces de la ciudad contribuyen, irónicamente, a la oscura impresión, opacando casi todas las estrellas; sólo las más brillantes son apenas visibles y aparecen como enfermas o agonizantes. El paisaje es un océano negro con una playa de un color dorado viejo, conformada por las miles de lámparas que iluminan magramente las calles vacías de la urbe. En ese campo sable flota un bote rosado de neón, que indica mediante dos palabras que debajo de él se encuentra el Hotel Afrodita.

—¿Vamos? —me dijo Mariela, su rostro artificialmente enrojecido por la iluminación de la entrada del hotel.
—¿Cómo? —pregunté a pesar de haber escuchado bien.
—Si entramos. ¿Sos sordo o boludo? —me dijo riendo mientras se tambaleaba.
—Bueno, está bien —dije sin moverme. No sabía si era una broma de mal gusto provocada por la cerveza y, en consecuencia, no sabía cómo actuar.
                Mariela caminó hasta la puerta y pulsó el único botón del pequeño portero automático. Un chillido electrónico le respondió después de unos segundos.
—Adelante, madeimoselle —me indicó con sorna mientras me sostenía la puerta para que pasase. La broma no contribuyó en lo más mínimo a mi comodidad.
                Al traspasar la puerta nos encontramos en una pequeña recepción, provista de un par de sillones grandes, una mesa ratona y decoración minimalista. Sobre la mesa yacía un florero sin agua, conteniendo su vientre seco tan solo un cuarteto de margaritas de plástico. El conjunto se me antojó de una soledad terrible.
—¿Es la primera vez que venís? —me preguntó de improviso, interrumpiendo mi observación.
—A este sí —disparé la evasiva sin vacilar, y luego añadí, mintiendo —. Fui a otros, claro.
                Por toda respuesta me dedicó una sonrisa encantadora aunque ambigua. Tras unos instantes me señaló una ventanilla a un costado de la recepción, apenas fuera de la misma. El vidrio estaba polarizado en su totalidad, no supe si para proteger la privacidad del cliente o la del empleado. En la esquina inferior derecha el vidrio contaba con una abertura triangular.
—Pedí una habitación toda la noche —me dijo Mariela mientras me palmeaba la espalda.
                Se recostó en uno de los sillones de la recepción mientras yo me acercaba al cristal polarizado.
—¿Qué quiere? —me dijo una voz áspera a través de un pequeño parlante hábilmente oculto.
—¿Cuánto... cuánto salen las habitaciones? —pregunté, nervioso, avergonzado por ese nerviosismo y más nervioso por la vergüenza. Era como una serpiente comiéndose su propia cola.
—200 la especial, 350 la de lujo y 500 la especial toda la noche.
—¿La de 200 por cuanto tiempo es?
—Dos horas —y luego añadió, en un tono que dejaba patente la obviedad del enunciado: —. Un turno.
                Hice cuentas visualizando mentalmente el interior de mi billetera y tragué saliva.
—Espéreme un momento por favor —volví al hall. Mariela estaba sentada sobre el sofá rosa, el flequillo sobre los ojos y una sonrisa flotándole en el rostro teñido de neón carmesí. No sabía si estaba dormida, pero la llamé igual —. Mariela. Eh, Mariela.
—¿Qué? —me dijo abriendo los ojos súbitamente, saliendo de la duermevela.
—De casualidad... ¿De casualidad no tendrás 200 pesos? No me alcanza para toda una noche, no traje tanta pla...
—Sí, tomá —me interrumpió mientras sacaba dos billetes de su cartera. La cerró, la puso a un costado, cerró los ojos y empezó a girar la cabeza en sentido horario mientras sonreía. El cabello le bailaba sobre la frente y le hacía cosquillas.
                Pagué la habitación y el recepcionista me pasó un control remoto a través de la abertura del vidrio. Sobre la tapa de las pilas tenía pegado un papel con el número 23. Me quedé mirándolo y la única y lacónica indicación del empleado fue "Primer piso". Le di las gracias y fui a buscar a Mariela.
—¿Sabías que en Japón los love hotel tienen un coso en la entrada con fotos de las habitaciones, elegís la que querés, pagás con tarjeta y el coso te da la llave? Además tienen como unas máquinas de expendedoras, como esas de gaseosa, pero que venden bombachas y consoladores. Están siglos adelante nuestro —me comentó mientras la ayudaba a subir la escalera. A la mitad tropezamos y ella se recostó sobre los escalones de forma aparatosa: ambos nos reímos con esa risa injustificada y honesta que produce el alcohol.
—¿Venís muy seguido a estos lugares? —escupí al finalizar la subida, repentinamente serio. La cerveza me había obligado a trocar comicidad por sutileza.
—Tuve una buena adolescencia. Lo bueno de los telos es que hacen muchas menos preguntas que las que hacía mi papá cuando quería estar a solas con alguien en mi cuarto.
                A lo lejos se escuchó una sucesión de gemidos, como ametrallados. Había algo que recordaba a una cabra en la forma de gritar, y Mariela y yo nos reímos sin necesidad de decir nada. El reclamo de la mujer cabra nos acompañó durante todo el trayecto a la habitación.
                Primer piso, cuarto 23, de puerta idéntica a todas las demás: madera marrón, número plateado. Giré el picaporte y le franqueé el paso a mi acompañante con caballerosidad torpe. Antes de pasar se paró en puntas de pie —innecesariamente, porque medíamos casi lo mismo —y me besó en los labios, apenas un roce suave. Alcanzó ese tierno gesto para excitarme de manera febril, adolescente, la sangre encabritada como un caballo desbocado.
                Entré y la habitación me sorprendió gratamente: estaba ambientada como si fuese una cabaña forestal. Las paredes simulaban ser de madera de pino, al estilo troncos—sobre—troncos. La cama era espaciosa, con un respaldo enorme también de madera; sus sábanas estaban recién puestas según parecía, pero no pude evitar mirarlas con cierta aprensión. Decidí que lo mejor que podía hacer era no analizarlas en detalle y seguí mirando el resto del cuarto.
                A los pies del lecho había un cofre de utilería, y junto a la pared descansaba una especie de barril me madera, de esos que —según recordaba—  usaban los campesinos para batir manteca: luego de un tiempo busqué su nombre y resultó ser Butter churn. Ambos detalles me parecieron innecesarios, pero a Mariela le encantaron, según me dijo justamente por esa innecesaridad.
                El baño, el pequeño televisor —en realidad era un monitor barato de computadora— y el pulmón del edificio que se adivinaba tras la ventana rompían la fantasía de la cabaña solitaria, aunque eran minucias si uno lo comparaba con el reggaetón que sonaba fuerte y sin descanso desde un parlante oculto.
                En ese momento apenas reparé en todos esos detalles. Había puesto toda mi atención en Mariela, que había dejado la cartera sobre la cama y las zapatillas debajo. Frotaba los pies sobre la alfombra mientras daba vueltas por la habitación.
—¿Está buena, no? —me dijo mientras jugueteaba sugestivamente con el Butter churn. Cuando respondí afirmativamente lo dejó fue a sentarse al borde de la cama, refregándose entre sí los pies enfundados en medias blancas y rosas.
                Me senté a su lado y la besé por vez incontable en lo que iba de la noche. Le toqué una pierna apenas arriba de la rodilla, y fui subiendo mientras el beso proseguía. Estaba a contados centímetros de mi meta cuando Mariela separó su cara de la mía, riéndose. Al verme asombrado me hizo un gesto para que escuche con atención: en los altoparlantes, la voz de Daddy Yankee nos contaba que a ella le gustaba la gasolina.
                Reímos al unísono, ya roto el nerviosismo inicial, o, mejor dicho, mi nerviosismo inicial. La canción seguía, imperturbable por nuestra hilaridad, y me paré a buscar una perilla de volumen. El control remoto que me habían dado  servía sólo para el televisor, y los interruptores cercanos al teléfono que reposaba en la mesa de luz servían para apagar y prender las luces.
—Llamá a recepción y preguntá —me dijo Mariela mientras se echaba en la cama.
                Levanté el tubo y esperé unos instantes antes de ser atendido.
—Recepción —dijo la desagradable voz que me había atendido cuando entramos.
—Buenas, una pregunta —mientras hablaba presencié como Mariela se sacaba la ropa interior por debajo del vestido. Seguí como pude: sospecho que no muy bien —. Quería… quería saber si hay manera de bajar el volumen de la música.
—No, no se puede. Es música ambiental, va igual para todos los cuartos —el hombre no parecía muy dispuesto a discutirlo.
—Bueno, gracias igual —dije mientras colgaba.
—¿Y? ¿Qué pasó? —me preguntó Mariela. Me miraba desde una posición horizontal, la cabeza torcida de forma casi antinatural sobre los almohadones. A sus pies yacía una breve pieza de encaje negro.
—Parece que vamos a tener que escuchar esto toda la noche —contesté, mientras otro cantante pedía que sanen su corazón, con una melodía más cercana al desenfreno que a la pena amorosa —¿Ahora qué hacemos?
—¿Qué hacemos? —inquirió mientras me acostaba junto a ella. Me agarró con ambas manos sin preámbulo alguno —¿Te lo tengo que guionar?
                Apagué la luz de un manotazo y me abandoné a ella y a su improvisación.

                Son las dos y media de la mañana y dos personas yacen entre las sábanas de la cama de la habitación veintitrés. La luz es tenue y proviene del baño, entreabierta la puerta de vidrio esmerilado. La mujer recostada no es una belleza, lo podemos notar sin necesidad de una iluminación mejor: el pelo castaño le cae desordenado sobre la cara y la oculta un poco, pero de alguna manera intuimos que ese rostro es más bien normal, a pesar de la inconmensurable belleza que seguramente creerá percibir su compañero. Sus pechos son chicos y desiguales, pero de pezones bien proporcionados; si nos acercamos quizá podamos ver algunas marcas de dientes en ellos. El vientre asciende y desciende lenta, profundamente; aquí y allá se ven algunas manchas de un blanco opaco. Bajamos un poco más y vemos su pubis: el pelamen está recortado concienzudamente, con la vaga forma de un triángulo invertido.
                Como si intuyese que la estamos mirando se cubre la entrepierna con una mano, que a pesar de ser pequeña logra con éxito su misión. La vista, ahora con el aliciente del pudor, se nos antoja todavía más erótica.
                Ya no es reggaetón lo que suena en los parlantes. Ahora es la voz de Donna Summer la que domina el ambiente, en chocante discordancia con la escenografía bucólica del cuarto. A lo lejos se escuchan gemidos ajenos, tan fuertes que resultan absurdos.
                El hombre acostado se gira (hasta recién estuvo boca arriba, respirando sin resuello) y la contempla por unos segundos antes de abrazarla. Lleva en el rostro y en las pupilas la vil marca del amor.
                Nos sentimos deleznables al estar espiando la tierna escena y llevamos nuestra eterna labor vigilante hacia otro lugar.
               
                Mientras la abrazaba, desnudos nuestros cuerpos y humedecidos por el amoroso ejercicio, me repetí a mí mismo otra vez que la amaba. Mucha gente evita esta revelación para evitar sentirse vulnerables o atolondrados, pero yo me sentía muy a gusto.
                Mis padres se habían ido de mi casa hacía ya siete meses. La frase puede sonar extraña porque lo usual es que uno se vaya de la casa paterna y no al revés, pero es lo que había sucedido. Un año antes de conocer a Mariela, mi madre intentó convencerme de que me una a un culto religioso al que, junto con Felipe, mi padre, habían estado asistiendo regularmente las últimas semanas. Me negué terminantemente sin siquiera dejar que finalice su argumento y discutimos violentamente durante horas. A partir de ese momento nuestra relación no hizo otra cosa que empeorar.
                Me sentí más aliviado que preocupado cuando de improviso me desperté y estaba solo en mi casa. Mis progenitores se habían ido a vivir a una enorme granja en Córdoba, perteneciente a la secta de la cual ya eran miembros plenos. Cuando digo de improviso lo digo muy en serio: de la noche a la mañana —otra vez, en forma literalisima— habían vendido el fondo de comercio del almacén familiar que tantos años les había costado conseguir, armaron las valijas y se marcharon, dejándome una nota diciendo que me amaban, adonde iban, una sutil invitación a unírmeles y el número de una cuenta bancaria con cincuenta mil pesos, una fracción de lo que valía el pequeño supermercado que poseían. Se fueron con muy pocas de sus cosas, prácticamente con lo puesto, y deduje que el resto de la venta había ido a parar a los bolsillos de algún gurú, chamán o pastor. La certeza de esto último no me afectó en demasía; no había dedicado nada de trabajo o tiempo al almacén familiar, así que no tenía ningún derecho a protestar o siquiera a sentirme poseedor de una pequeña parte. Mis padres tenían el derecho de tirar su plata y sus vidas por la borda de la forma que les pareciese más conveniente.
                No me sentía particularmente triste o enojado con la partida de mis padres, pero, desde ese momento, dejé de salir de casa exceptuando ocasiones en las que era total y absolutamente necesario. Como ya dije, mi encierro no era producto de la depresión ni del ansia de soledad; simplemente me parecía lo más natural del mundo enclaustrarme y dedicar mi tiempo a la reflexión. Me aseaba de manera regular, hacía ejercicio y durante el verano nadaba durante horas en la pileta del patio de casa. Todas las noches religiosamente miraba la televisión hasta dormirme, cuando por las ventanas ya empezaba a verse esa luz pálida y fantasmal que precede al amanecer.
                Si no hubiese encontrado la Lexikon 80, y, por consiguiente, conocido a Mariela, supongo que habría seguido encerrado hasta terminar de gastar el dinero que me habían dejado, para lo cual no me faltaba demasiado. Quizá hubiese perdido la cordura o hasta la vida, sin ser capaz de salir para pedir ayuda.
                ¿El amor incondicional y casi inverosímil que sentía por Mariela era producto de mi prolongado aislamiento? Era una pregunta incómoda, pero que necesitaba tener en cuenta. Yo suponía y supongo todavía que, en mayor o menor medida, sí. Mariela era una bocanada de aire después de siete meses aguantando la respiración; mi fascinación por ella no podía ser menos que enorme. También creo que este rasgo patético de mis sentimientos hacia ella no los hace menos reales o válidos. Las causas del amor son muchas y multiformes y no todas son producto de ese amor elevado y trascendente que nos enseñaron a buscar y a —de ser necesario— fingir.
                En lo que a mi respectaba, podía tolerar ser el tipo más despreciable del mundo con tal de perpetuar ese abrazo que nos dimos luego de mi orgasmo. Mariela me correspondió con el mismo fervor, un fervor que no había mostrado durante el sexo.
—Quería que me abraces —susurró con voz queda.
—Te abracé cuando estábamos afuera del restaurant.
—No es el mismo abrazo. Yo quería que me abraces exactamente como ahora, no como afuera del restaurant.
—¿Y para eso me dijiste de entrar acá? —contesté, un poco indignado. No me gustaba lo que sugería.
—Todo tiene su precio y yo lo sé muy bien. Para tomar hay que dar, y más si el comercio es con hombres.
—¿Me estás diciendo todo esto en serio? No lo puedo creer —afirmé ofendido.
—Claro que lo digo en serio —me abrazó más fuerte mientras lo decía, y entrelazó sus piernas con las mías. Repentinamente me sentí menos ofendido —. Pero con vos es distinto.
—¿Es costumbre entonces?
—No me ando acostando con cualquiera solamente para recibir abrazos —protestó riéndose, pero detrás de esa risa había un tono de reproche —, pero yo creo que todos estamos acostumbrados a relacionarnos de esa manera. No sé si está bien o mal, simplemente es así.
—¿Cómo si fuésemos cosas y no personas?
—Es que es lo que somos, pese a quien le pese. Si pudiésemos tener una empatía total y entendernos realmente como personas con los demás nuestra individualidad se disolvería. Dejaríamos de ser nosotros y seríamos los demás.
                No dije nada y miré al cielorraso. Me percaté de su lisura con sorpresa: siempre supuse que todas las habitaciones de alquiler contaban con espejos en el techo.
—Aunque todos estemos destinados a estar solos —continuó Mariela antes de besarme la nariz —, podemos escaparle a la soledad cada tanto, en abrazos como este. Se paga el precio que haya que pagar.
—¿Sabías que te amo? —solté de repente. Ya habiendo pasado un tiempo, puedo decir que nunca me arrepentí de eso, ni tampoco estuve orgulloso.
—Sí —contestó mirándome fijo —. No es algo que se pueda ocultar a alguien que sabe ver.
                Comprendí que había dado un paso en falso, pero también que no tenía importancia. Mariela parecía contenta pero poco dispuesta a añadir algo más, como si le temiese (¡Y con cuanto motivo!) al poder que subyace tras los nombres que le damos a las cosas.
                Me separé de ella de mala gana y me metí en el pequeño cuarto de baño; no tenía nada puesto, así que entré en la ducha directamente. Mientras me bañaba vi a través del vidrio esmerilado las luces de la televisión: parecía que Mariela también prefería acostarse tarde, o que, en el mejor de los casos, resignaba dormirse para poder seguir estando conmigo.
                Salí envuelto en un toallón que encontré sobre la tapa del inodoro. Sentada en la cama y todavía desnuda Mariela miraba atentamente una película porno: en la pantalla, una actriz con aspecto adolescente interpretaba a una niñera que seducía a una cuarentona sensual. El marido de esta última las encuentra en el acto y es invitado (debe ser su día de suerte) a unirse. La pornografía ofrece los pactos de verosimilitud más absurdos y, a la vez, más rápidamente aceptados de la historia.
                Miré la escena con desagrado y ella lo notó.
—¿No te gusta?
—En otra situación seguramente sí —accedí — pero lo que pasa es que los hombres después de acabar le tenemos una especie de asco a todo esto.
—¿Al porno?
—Al sexo en general.
—Ya había escuchado eso —dijo arqueando una ceja —, pero nunca me lo explicaron.  Además, mirá el tipo ese como le da, no lo veo muy triste.
—No sé si le pasa a todos, pero por lo menos a mí el porno me parece sumamente desagradable después de terminar. Se te clarifica todo y ves lo realmente asqueroso que es —mientras hablaba, de fondo nos llegaba el sonido de arcadas femeninas.
—¡Ay, pero cuanta moral el señorito! —exclamó con fingida indignación. Luego se colocó el dedo índice en la boca de forma exagerada y preguntó — ¿Yo también te doy asco?
—Ni por asomo —contesté.
—Porque me amás —me sonrojé y asentí, humillado —. Parecés un nene cuando te ponés rojo así. Pensar que hace un rato…
—Basta —le dije avergonzado mientras me sentaba en el respaldar de la cama.
                Me tocó y yo la toqué: nos acostamos de nuevo y al terminar nos quedamos dormidos profundamente, a pesar de la televisión prendida y la voz de un Phil Collins joven a todo lo que da en los parlantes de la habitación.
 Nos despertó la chicharra del teléfono y, al levantar el tubo, una voz anodina (distinta a la del recepcionista que nos atendió la primera vez) me informó que en diez minutos finalizaba nuestro turno. Nos levantamos con pereza, los dos desnudos.
                Mariela saltó a la ducha y luego de cinco minutos estaba bañada, peinada y con la ropa puesta, impecable. Yo me puse la mía con desidia, escuchando el ruido que había el agua al caer sobre su cuerpo. Todavía iba por las medias cuando ella ya estaba lista para salir.
                Apagamos las luces y la televisión mientras revisábamos el cuarto para cerciorarnos de no estar olvidándonos nada. Ella salió primero, y cuando me tocó a mí cerrar la puerta no pude evitar mirar el cuarto con un dejo de cariño, un cariño que era el secreto presentimiento de una futura nostalgia: lo mismo que sentí toda la noche, cada vez que me despertaba y veía a Mariela recostada al lado mío.
                Ella ya estaba bajando las escaleras cuando, desde detrás de mí me llegó una voz conocida.
—¡¿Zapata?! ¿Sos vos?
                Me volteé y vi a Maximiliano Milán, antiguo compañero mío durante algunas cursadas de química y biología. Compartíamos el gusto por el básquet, las películas de Tarantino y algunas comedias británicas, así que durante las clases elegíamos sentarnos juntos. Era, lo que se decía, un galán, y más de una vez había intentado presentarme amigas (algunas veces sospeché que en realidad eran antiguas conquistas), siempre con resultados desastrosos. Creo que fue la cuarta cuando cejó en su empeño, pero no en su amistad.
—¿Maxi? —le contesté mientras me ponía rojo como un tomate.
—Te juro que, de todos los lugares en los que no esperaba encontrarte, este está segundo, justo después de la facultad —dijo mientras se reía. Detrás de él, a una distancia prudencial, se encontraba una señorita muy bien vestida enfrascada en la pantalla de su celular, considerablemente mayor pero todavía hermosa. Tenía el aspecto de una empresaria o una profesora. Así era Milán —¿Te pasó algo? No fuiste más a clases, y te llamé muchas veces pero siempre me atendía el contestador, diciendo que tu línea estaba fuera de servicio.
—Tuve… Problemas en casa —contesté, reticente. Maximiliano entendió el por qué y repuso, comprensivo.
—Bueno, veo que este no es el lugar para que me cuentes, y yo tengo que llevar a la señora Domínguez a su casa.
—¿Quién es? —pregunté sin poder contener la curiosidad.
—Es la esposa del gerente del Banco de la Costa —me respondió guiñando el ojo y con una sonrisa de oreja a oreja —. Venimos saliendo desde hace unas semanas, y la anterior me consiguió un crédito de cien lucas.
—Estás como querés.
—Uno hace lo que puede —se lo veía radiante. Antes de seguir, puso una cara más seria — … Che, cuando quieras llamame. Estuve preocupado todos estos meses, así que podemos ir a tomar algo y me contás que carajo te pasó. Además, veo que te avivaste un poco —dijo mientras miraba sugestivamente el pasillo donde nos encontrábamos —. Capaz te pueda presentar alguna amiguita de la señora Domínguez.
—Bueno, dale —respondí por compromiso. Milán era una persona amable, pero no se tomaba bien las negativas y menos cuando se trataban de presentaciones femeninas —. Es una alegría haberte visto de nuevo.
—¡Y encima en qué lugar! —dijo en voz demasiado alta. La frente le sudaba a goterones: supuse que estaba drogado. Largó una carcajada y negó con la cabeza —. Te juro que jamás me hubiese esperado verte acá. La próxima vez avísame y salimos los cuatro.
—Dalo por hecho —le contesté, otra vez por compromiso. Jamás se me habría pasado por la cabeza hacer que Mariela y Maximiliano estén en el mismo lugar —. Ahora me voy, no quiero dejarla esperando.
—Estás aprendiendo —me dijo con aprobación —. Andá, dale, y no te olvides de llamarme.
—Esta semana a más tardar te llamo, no te preocupes —le di una palmada en el hombro —. Suerte.
                Me encontré de nuevo con Mariela en la recepción.
—¿Quién era? —me preguntó.
—Un amigo de la facultad, hacía mucho que no nos veíamos —le contesté mientras enfilábamos hacia la puerta —. Perdón si te hice esperar.
—No seas imbécil, Francisco —contestó secamente —. No me voy a morir por esperar medio minuto.
                Salimos de nuevo al frío de la ciudad: hacia el este se intuía el amanecer. Sobre los edificios más cercanos al mar se veían nubes rosadas, naranjas y amarillas, como heraldos de la promesa del sol ya cercano. Sobre nosotros caía una llovizna tan leve que de no ser por la claridad del horizonte habría pasado por rocío: Mariela levantó la cara y dejó que un centenar de gotas la besasen.
—¿Te acompaño a tu casa? —le pregunté cuando bajó la vista.
—No, dejá —me contestó con su sonrisa condescendiente de atención al público. Desde que la había visto en el mozo del restaurant la detestaba más que nunca —. Camino hasta la avenida y me tomo un taxi, son dos cuadras.
—Bueno, te acompaño hasta el taxi entonces. No está bueno que andes sola a esta hora.
—Con ese criterio tampoco está bien que andes vos solo —retrucó —. Puede venir cualquiera y pegarte un tiro para sacarte la billetera.
—No es lo mismo. Además no tengo nada en la billetera, se va a llevar un buen chasco el que me venga a robar.
—Sí, sí es lo mismo. No seas idiota, querés.
—Bueno, como vos digas —Mariela no dijo nada más y empezó a andar.
                Caminamos entre la densa neblina matutina. Hacía varios años ya que se había transformado en un fenómeno cotidiano, y todos los marplatenses estábamos acostumbrados en mayor o menor medida. Había hasta quienes opinaban que le daba un aire glamoroso, londinense a nuestra ciudad.
                Mariela siguió en sepulcral silencio hasta llegar a la avenida, y yo tenía demasiado sueño como para intentar entablar conversación. Ella caminaba rápido, con el semblante severo, preocupado, las manos entrelazadas tras la espalda. No pude figurarme por qué se había operado tan rápido cambio en ella pero lo dejé estar. La única explicación que se me podía ocurrir era que se había molestado porque me había quedado charlando en el pasillo del hotel, pero ella misma lo había negado contundentemente.
—Ahí viene un taxi —musitó al ver un coche acercarse por la avenida. Me besó de improviso.
—¿Cuándo nos volvemos a ver? —le pregunté rápidamente al separarnos. Me miró con la cara torva que había tenido hasta antes del beso.
—Ah sí, eso —la noté incómoda, como dolida —. Te voy a tener que pedir por favor que no pases por el negocio hasta el viernes que viene. El de esta semana no, el otro. Después de ese día salimos todos los días, si querés.
—Está bien, ¿Pero te puedo preguntar por qué? —el taxi pasó de largo y Mariela no hizo ademán alguno de frenarlo —. Se te pasó el taxi.
—No importa, siempre pasa otro. Preferiría que no me preguntes por qué, la verdad. Cuando nos veamos de nuevo te cuento, pero por ahora necesito que me jures que no vas a ir a verme hasta el otro viernes. ¿Me lo jurás?
—No me gusta jurar, pero sí, lo juro.
—Gracias —esbozó una sonrisa radiante de alivio y me volvió a besar —. Es muy importante para mí.
                No sé de qué hablamos después de eso. Sé que la contemplé durante un tiempo que me pareció eterno, bebiendo su imagen, pero no logro acordarme ningún detalle hasta que llegó el taxi. Cuando fuerzo mi mente hasta el dolor con tal de recordar algo solamente puedo verla darse vuelta, la mano apoyada en la puerta abierta del taxi, las faldas del vestido flotando, fantasmales. La niebla se había hecho más densa, como si tuviese vida propia y deliberada malicia, y el rostro de Mariela desapareció fundiéndose con ella en un solo ser. Lo único que pude ver fueron sus labios susurrándome algo indescifrable antes de imitar al resto de la cara y volverse evanescentes.
                El taxi se perdió entre la bruma blanca en un borrón negro y amarillo. Me fui caminando en la dirección contraria, de vuelta hacia mi casa.

                El hombre camina por entre la niebla, las manos en los bolsillos, la boca eyaculando vapor y la mirada en ninguna parte. La calle es una tierra todavía en sombras, fría y húmeda al mismo tiempo. Hay un barrendero limpiando la suciedad acumulada junto al cordón de la vereda, y cuando ve pasar al hombre (el de la mirada perdida y las manos en los bolsillos) lo llama discretamente. Finalmente tiene que gritarle para que el hombre se percate, tan ensimismado va. El barrendero lleva un carrito cuya parte delantera es un tacho plástico de gran tamaño; en su costado lleva un manojo de bolsas y ahora también cuelga la escoba. Se recuesta sobre su carro y le pide fuego al hombre: este saca un encendedor y mecánicamente se lo otorga, como un posmoderno Prometeo.
                El hombre se llama Francisco Zapata. Le duelen las ingles, las pantorrillas, los hombros, la cabeza; tirita por el frío matutino y siente el tubo digestivo como si hubiese comido un bollo de aserrín, pero apenas lo nota al caminar.
                A pesar de —o debido a —haber vivido, con toda probabilidad, su mejor noche en mucho tiempo, no lo notamos caminar como caminaría un hombre satisfecho. Tiene el paso vacilante, la espalda encorvada y el rostro ausente; las manos se le crispan dentro de los bolsillos. Está pensando en cómo todo, desde lo más pequeño hasta lo más alto, está destinado a finalizar. Razonamos que debería estar feliz, o, por lo menos, tranquilo, y él también lo sabe, pero en lugar de esto lo único que Francisco puede sentir es una vaga sensación de derrota, como si más que encontrar a Mariela la hubiese perdido.
                Recordó su primer amor y esa ansia inhumana, perteneciente únicamente a los oscuros terrenos del espíritu, por fundirse con el otro, por abandonar la carne y aún el alma, cáscara de la individualidad, para convertirse en parte de algo más. Poco a poco los años habían borrado ese anhelo como las olas del mar convierte la piedra en arena, pero Mariela Baum lo había revivido en menos de un día. También en menos de un día lo había matado, confirmando la sospecha de que tal afán no era otra cosa que una fantasía adolescente que, en los peores casos, la gente mantiene toda su vida.
                Nunca iba a ser realmente uno con Mariela ni con nadie, por más que permaneciesen juntos durante siglos. Siempre habría rincones, puertas trampas, pasillos secretos y sótanos oscuros en el alma ajena, a los que él jamás podría llegar, y viceversa. Si todavía deseaba ser parte de otro sólo le podía depositar su esperanza en la muerte y en Dios, un Dios del que había renegado ya hacía mucho.
                Sigue caminando, abrumado por el peso de tan obvias certezas, eludidas durante mucho tiempo mediante el cuidadoso ejercicio de la ceguera. En algún punto de la ciudad, Mariela se arrellana en su asiento y mira como la bruma se disuelve ante la carrera del taxi, mientras piensa en las mismas cosas que Francisco.
                La ciudad despierta poco a poco, dedicada por entero a problemas más urgentes pero indudablemente menos importantes.
               
                La semana que siguió a la noche con Mariela fue una sucesión de altibajos que, por el contraste que ofrecían con mi anodina vida anterior, fueron un cambio totalmente positivo.
                Sufrí bastante la separación, en particular por las noches. Nuestro alejamiento forzado me parecía incomprensible e innecesario, más cruel a cada minuto que pasaba.  Lo críptico de las últimas frases que me había dicho Mariela y el juramento que me impuso me llenaban de interrogantes. ¿Qué era lo que me iba a contar el viernes? ¿Por qué puntualmente esa fecha y no otra? Si mantenía ese hermetismo la cuestión debía de ser seria: nadie se toma tantas molestias para evitar explicar una trivialidad.
                Mariela era un enigma y yo le había prometido no intentar descifrarlo hasta el viernes siguiente, así que, para evitar tentaciones, comencé a salir voluntariamente de mi encierro tanto tiempo prolongado. Para combatir la lentitud del tiempo que necesariamente conlleva la inactividad, llevé a arreglar una bicicleta que mis padres tenían guardada en un cuartito de depósito. Tenía los piñones rotos, la cadena vencida y las ruedas inutilizables, pero pagué sin protestar ni retractarme el precio —considerablemente alto, y más aún si teníamos en cuenta el estado crítico de mis finanzas— de la reparación. La bicicleta había pertenecido a mi padre en su juventud: según contaba siempre que tenía la ocasión, había recorrido la provincia de Buenos Aires de punta a punta con ella, parando en todas las fiestas regionales que podía encontrar. Así, en el año que duró su travesía, Felipe había visto la fiesta nacional del girasol, la de la cebada cervecera, la del mar, la del carnaval artesanal, la del durazno, la del cemento, la de la manzanilla, la del deporte náutico, la del potrillo, la del ajo, la de la guitarra y un (cuando era mi padre el que la contaba) enorme e inevitable etcétera que abarcaba por lo menos treinta festividades más.
                A pesar de la vehemencia y el siempre excesivo lujo de detalles con los que mi padre contaba su historia, al mirar la bicicleta uno tendía inevitablemente a desconfiar de ella. Los fierros estaban despintados, mutados en un color que hacía imposible descifrar el original. Las ruedas hacían un ruido chirriante a cada pedaleo y los frenos no siempre respondían de manera correcta, pero más allá de eso era un vehículo aceptable para pasear, siempre y cuando uno se mantuviese dentro de una velocidad cautelosa.
                Empecé a montarla a diario: fue el otoño más frío que pueda recordar, pero después de haber estado encerrado tanto tiempo el viento en la cara era una bendición por gélido que estuviese. Visité varias plazas que en mi juventud me gustaban y pasé tarde enteras ahí, solamente sentado, con el sol en la cara y la bicicleta descansando a mi lado. Fui al cine, a tomar mate a playas vacías, a tomar cerveza a bares elegantes.
                También me reencontré con la lectura. Me hice socio de la biblioteca de mi barrio y saqué todos los libros que me permitieron sacar: los devoré rápidamente, con la excitación de un placer recuperado.
                ¿La razón del cambio en mis hábitos era ese concepto meloso que alguno llaman “poder reformador del amor”? Puede ser. Ahora que otra vez existía alguien cuyo concepto de mi estilo de vida podía llegar a importarme decidí mejorarlo y convertirme en una persona decente. Comencé a comprarme el diario y a marcar los trabajos que podían  llegar a interesarme. Pocos, pero por lo menos existentes. Desempolvé las carpetas de la universidad con la intención de retomar las clases en el cuatrimestre siguiente.
                Aun habiendo salido de mi encierro no podía  evitar la ansiedad ante la lentitud del tiempo, ni encontrarme repentinamente mirando embobado el calendario durante horas. Fue tanta la impaciencia que cargaba que el miércoles, dos días antes de la fecha pactada para el reencuentro, rompí el juramento solemne que había hecho. Fue terriblemente humillante caer en pecado tan cerca de la meta, pero debe entenderse que cada minuto que pasaba mi ansia por volverla a ver crecía de manera exponencial. Con esa justificación y todo, me avergonzó descubrir que todavía carecía terriblemente de autocontrol.
                No me hubiese atrevido a saludarla, así que decidí pasar casualmente por la vereda de enfrente y verla desde lejos. Mi plan así formulado puede parecer ridículo e infantil, y con toda probabilidad lo fue, pero yo me hallaba en los primeros momentos del amor todavía. En esa etapa la ridiculez es la regla y no la excepción.
                Supuse que el azar me había salvado del ridículo que hubiese conllevado la consecución exitosa de mi plan cuando encontré el negocio cerrado. La persiana metálica estaba baja, y no había ningún cartel ni indicación sobre el motivo del cierre a una hora de trabajo en un día de semana. Se me ocurrieron varias explicaciones, pero di por buena la más razonable en base a lo que me había dicho Mariela: ella y su familia se habían ido de vacaciones y me prohibió ir a visitarla para que no desperdicie mí tiempo.
                La hipótesis tenía varios cabos sueltos y no pude evitar sentirme intranquilo, a pesar de que no había nada que lo justificase. A pesar de saber que mi comportamiento era irracional, los dos días siguientes o hice otra cosa que vigilar la lenta peregrinación circular del minutero.
                Ese viernes me levanté exhausto, tanto física como mentalmente: apenas había podido dormir durante la noche, y en consecuencia no me desperté sino hasta las dos de la tarde, hora de levantarse favorita de artistas y estudiantes. Me hice un almuerzo rápido y lo bajé con café instantáneo mientras me cambiaba de ropa: había encontrado una camisa que mi madre me obligaba a ponerme para ir a la iglesia que todavía me quedaba a la perfección. No estaba hermoso, pero sí por lo menos presentable. Me lavé los dientes, me peine y salí al encuentro de la mujer que amaba.
                Estaba en la esquina inmediata a Maqmar cuando vi que estaba abierto: inmediatamente me sentí bastante tranquilo. Me acerqué caminando despacio y respirando fuerte. No sabía cómo iba a reaccionar al estar frente a Mariela ni qué íbamos a hacer ahora que, por fin, después de una semana con gusto a eternidad, volvíamos a encontrarnos.
                Traspasé la puerta y, luego de ser recibido por el reclamo tintineante del llamador de ángeles, volví a tener la impresión de un centenar de máquinas de escribir agazapadas, acechando como gárgolas o demonios metálicos. El local estaba idéntico a como lo había visto la semana pasada, salvo en un pequeño detalle.
                Detrás del mostrador no estaba Mariela sino un hombre gordo, ya entrado en años. Llevaba bigote y el poco pelo que le quedaba estaba despeinado y cano. Transpiraba con profusión a pesar del frío: la chomba amarilla que vestía aparecía moteada por anchos manchones de sudor bajo las axilas.
                “¡Qué cambiada que está Mariela!” me dije. Estaba de buen humor.
—Buen día —saludé.
—Buenas tardes —musitó en voz baja, casi inaudible —¿Qué andaba buscando?
—Sí, estaba buscando a Mariela.
                Es gracioso. Por más que lo intente, casi no puedo recordar la cara de Mariela: sólo un contorno y niebla, mucha niebla. Recuerdo qué gestos hacía, como sonreía, como inclinaba la cabeza para enfatizar, pero esos recuerdos son mero concepto, no imágenes. Se parecen más a datos leídos en un libro que a algo que viví realmente.
                En cambio, todavía recuerdo (y creo que lo voy a hacer hasta el día en que muera) cada detalle de la cara de su padre aquel viernes de mayo. Cuando me miró su mirada era torva, la mirada del torturado; le temblaba ligeramente el labio mientras sopesaba si lo mío era una broma cruel o sólo ignorancia. Finalmente se juzgó inocente y sentenció con voz queda:
—Mariela murió el martes. La enterramos anteayer.
                No me caí de espaldas, ni de rodillas, ni grité ni lloré ni maldije a Dios. Me quedé parado ahí, inmóvil, los músculos tensos y la cara pétrea mientras el padre de Mariela me explicaba qué sé yo qué sobre colectivos, salas velatorias, ataúdes, flores. Su boca se movía, inútil.
                El mundo se había encogido hasta formar un óvalo que surgía desde mi centro de gravedad y solo avanzaba un par de centímetros hacia afuera. Sólo existía lo que podía ver, tocar o escuchar en ese radio: cualquier cosa que se hallase fuera se había consumido a si misma llevándose con ella todos los significados y todos los conceptos que en su momento creía conocer y ahora no eran otra cosa que ceniza gris. Ni siquiera había dolor, ni siquiera sabía qué era Mariela. Sólo existía el aire que respiraba, el sonido de mi sangre fluyendo por los torrentes de mi cuerpo, el rechinar de mi cuerpo en su inmovilidad. La boca inútil del hombre que se hallaba delante de mí, el bailar tembloroso de los pliegues de su cuerpo.
                No sé quién le dio mis condolencias al padre de Mariela pero estoy seguro de que yo no lo hice. Salí de Maqmar caminando firme, rígido como una plancha de madera vieja y quebradiza.
                Tuve la certeza de que Mariela sabía de antemano que iba a morir. Esa certeza me pareció natural, lógica, correctísima, implacable. Mariela sabía que había de morir y por eso me había prohibido ir a verla antes. ¿O se había suicidado, y su alejamiento intencional de mi mostraba clara premeditación? Decidí dejar de sacar conclusiones cuando llegué a ese interrogante. Estaba cansado, muy cansado. El universo había vuelto a su tamaño normal y su profunda enormidad ahora me ahogaba, me comprimía contra la tierra hasta lastimar.
                Faltaban menos de trescientos metros para llegar a mi casa cuando me senté en la vereda frente a un terreno baldío y, con las piernas recogidas y las manos en la cara, lloré. Lisa y llanamente, como quien hace un ejercicio físico, lloré. Lloré sin siquiera pensar en Mariela. Lloré hasta que las mangas de mi campera quedaron empapadas y hasta que me dolieron los músculos de la cara. Lloré hasta que el sol se puso a mis espaldas, dejándole a mi ciudad un saludo violeta. Lloré hasta que pensé que no iba a poder llorar nunca más.

                Es una casa vacía, austera. Hay pocos muebles, poca comida, demasiada ropa, tanto de hombre como de mujer: las polillas se dan festines a diario en los confines de los roperos. Las cosas están sucias, pero la mayoría simplemente no se usan. En la mesa del comedor hay una máquina de escribir, y, a su lado, una cajita tricolor que contiene un carrete de tinta.
                La puerta se abre repentinamente y las luces se encienden. Afuera la noche ya cayó sobre la ciudad. Quizá llueva a la madrugada, con fuertes vientos y probabilidades de granizo. Al hombre que entra en la sala no le importan las condiciones climatológicas y no les dedica un solo pensamiento.
                Aleja una silla de la mesa y se sienta en ella, los ojos enrojecidos y gastados por el llanto y la tristeza, ahora inútiles, casi ciegos por el exceso de uso. Apoya las manos en las rodillas: quiere tener algo en la mano, cualquier cosa así sea su propio cuerpo. Se siente vacío y sólo mediante el tacto puede paliar esa sensación.
                Mira la cajita sobre la mesa y la máquina de escribir a su lado. Le parecen objetos extraños, alienígenas; apenas entiende sus funciones. Poco a poco los va recordando y se pone en pie rápidamente, como recorrido por una corriente eléctrica: le toma diez minutos insertar la cinta en su correspondiente lugar, luego de toda clase de errores y vueltas atrás.
                La Lexikon 80 recibe hambrienta la hoja que el hombre le coloca. La página recibe el golpe de un tipo y puede sentir como tatúa violentamente su piel: ahora el campo nevado posee una mancha negra en forma de M.
                El hombre hace lo único que puede hacer. Acerca la silla a la máquina y comienza a escribir.

                Afuera la noche, el frío, el olvido.