miércoles, 25 de mayo de 2016

Cuentos y mitos de Vapórea II: La alabarda de los Warfogg

               La edad mítica de Vapórea tuvo una proliferación de armas mágicas y divinas como no ha conocido ninguna otra mitología nacional. Siendo desde sus orígenes una nación belicosa, los vaporeos han tenido siempre en gran estima sus armas y armaduras, dotándolas en sus relatos –incluso en los oficiales –de  propiedades sobrenaturales y hasta de consciencia propia.
                Una de las más conocidas y que más hizo mella en el imaginario colectivo es la alabarda Desgarro de alma, perteneciente a la extinta familia Warfogg, que durante los siglos 10 al 5 a.S.V (antes del Sitio de Vapórea) ofició predominantemente como guardia real. Algunas fuentes indican incluso que el cuerpo de guardias Los Alabardas provienen del uso que los patriarcas Warfogg dieron a esta arma para defender al Rey.
                Cuenta la leyenda que el conde Baldwin Warfogg encontró el arma luego de perderse en una expedición de caza. Habiéndose alejado de sus vasallos y escuchando cada vez más lejos el ladrido de los perros decidió encontrar por su cuenta el camino de regreso al campamento, alejándose cada vez más sin embargo. Al caer la noche se encontró vagando en un paraje desolado, una llanura devastada en cuyo centro podía verse un pueblito vacío. A pesar de su apariencia lúgubre, el conde decidió entrar en la villa para conseguir comida y orientación o, en caso de hallarse vacío el poblado, un techo para pernoctar.
                Sólo huesos blanqueados, telarañas y madera podrida dieron la bienvenida al señor de la comarca. Quitándose la armadura de caza y atándola junto con la lanza y el arco corto que llevaba, Warfogg entró en lo que en tiempos mejores había sido la taberna del pueblo y se acomodó sobre un colchón andrajoso: los lujos de las cortes de Vapórea no habían alcanzado a obnubilar las mentes de los señores, y Warfogg antes que un noble era un guerrero. Ni siquiera intentó a hacer una hoguera: el cansancio de la jornada lo impulsó a dormir sin más dilación.
                La luna ya estaba en su cenit cuando, en sueños, Warfogg fue visitado por la sombra de uno de sus antepasados, el conde Fitzwilliam Warfogg, su tatarabuelo. Este le profetizó a Baldwin que tiempos sombríos se acercaban para atormentar al Sacro Reino de Vapórea, y que la vida del Rey correría peligro en innumerables ocasiones. Le dijo que la misión que el Antiguo había preparado para e linaje Warfogg era la de proteger (aun ofrendando su propia vida y la supervivencia de la familia) al gobernante por derecho divino, y le impuso a Baldwin la misión de no abandonar a su señor si este decidía entrar en batalla.
                Fitzwilliam Warfogg le tendió una mano espectral, y cuando Baldwin fue a tomarla se percató de que esa mano empuñaba el asta de una alabarda, brillante en la noche de la taberna con un centelleo rojizo. Según contó –en su lecho de muerte- el mismo Baldwin, al tomar el asta del arma se encontró repentinamente despierto: la alabarda había dejado de brillar, pero tenía una materialidad incuestionable. El conde Warfogg tomó el sueño y el arma como un regalo del Antiguo pero también como una responsabilidad impuesta por este, así que dedicó el día siguiente a ayunar y rezar como agradecimiento. Fue encontrado por una partida de búsqueda esa noche, y regresó con ellos al campamento, donde su mano derecha le avisó que el reino había entrado en guerra con el Imperio de Lusgovia, lo que hoy conocemos como República de Bmaris. El conde no se sorprendió en lo más mínimo, y ordenó el acantonamiento inmediato de los hombres de su feudo. Esa fue la primera vez que Baldwin contó la historia de la alabarda que llevaba a la espalda, y su fe ciega contagió de valentía a sus vasallos, los cuales reunieron en pocos días dos mil hombres armados y partieron a defender la frontera de la nación.
                El conde Baldwin Warfogg utilizó la alabarda (todavía sin nombre) en la conocida Batalla del Carromato, la cual comenzó como una escaramuza entre dos batallones por un cargamento de maíz lusgavo y terminó en una matanza que dejó quinientos muertos y mil setecientos heridos. Warfogg había sido destinado al frente septentrional, donde se dio la batalla, y al recrudecerse las hostilidades entró personalmente a la pelea.
                Sólo le bastó un golpe desde el caballo para demostrarle que el arma que le había otorgado el espectro de su antepasado estaba, en efecto, revestida de poderes divinos. Cuando se usaba para golpear, la alabarda era más ligera que una pluma, capaz de cortar la más recia armadura o hasta arrancar de cuajo troncos enteros. Bastaba el más leve contacto con un escudo de roble para quebrarlo en múltiples pedazos, y la carne se hendía como manteca bajo la cuchilla.  
                La batalla terminó con la retirada de las fuerzas de Lusgovia, pero cuando el escudero del conde Warfogg le sacó el casco y el gorjal no vio en su rostro la alegría de la victoria, sino el horror más puro. A Rudolph Salle, mano derecha, escudero del conde y posteriormente historiador, le extrañó muchísimo su expresión de miedo; el conde no sólo había participado ya en buen número de batallas, sino que también había visto cara a cara a un espectro y no había perdido la entereza. Warfogg pidió vino a los gritos y se retiró a su tienda, de la cual no salió durante tres jornadas.
                No fue sino hasta terminar la segunda batalla cuando Rudolph Salle se enteró de lo que le acontecía a su señor. Baldwin Warfogg había liderado otra vez a las fuerzas vapóreas hacia la victoria, blandiendo su arma con una facilidad pasmosa y dejando un rastro de cadáveres. Esta vez, luego de asistirlo y servirle bebida decidió acompañarlo a su tienda: una vez dentro, el conde Warfogg se desplomó, temblando y mesándose los cabellos.
                “Sobre esta arma pesa una terrible maldición, Salle” dijo Warfogg a su escudero “y maldito está todo aquel que la blanda. Es una alabarda magnífica, y no hay ni una en todo el mundo que se le pueda comparar, pero el dolor que trae a su portador es aún más incomparable.
                ¡Ay de mí, que he visto las almas de los que asesiné! Cada vez que la punta o la cuchilla de mi arma hieren la carne de mi enemigo, veo con claridad cada uno de sus sentimientos, cada una de sus memorias. Antes de tenerla en mis manos he matado, tanto con espada como con arco, y a pesar de la repugnancia que es natural sentir ante tan perverso acto, el saber que es en defensa de mi Rey y mi Dios basta para aliviar el dolor en mi alma. No creáis que me he ablandado, Salle, no te guieis por mi aspecto: un hombre de menor temple ya hubiese sucumbido. Pues esta alabarda… No sé con qué palabras humanas referirme a tan horrorosa experiencia. Pues esta alabarda me hace conocer cada aspecto de la vida, cada odio, cada miedo, cada amor de las personas que mato. No me creáis mentiroso cuando os digo que puedo daros cuenta de los nombres y las familias de cada uno de los que maté durante la Batalla que acaba de terminar. Puedo deciros cuáles peleaban con odio y con placer, cuales sólo querían salvar la vida y cuales dedicaron sus últimos pensamientos a sus esposas, hijos y señores.
                Puedo deciros como pasó cada uno de ellos cada día de sus vidas. Puedo deciros que casi todos querían volver a sus hogares y disfrutar del pan y el vino por última vez, con sus familias.
                Estoy quebrado, Salle. Cuando el enemigo es una armadura que se mueve, o siquiera un hombre con una espada es fácil. Pero cuando uno sabe cuántas vidas hay detrás de la vida que está segando… Esta arma está maldita. No puedo seguir, dejadme solo.”
                Salle era una persona que, a pesar de tener gran respeto por su señor, no podía estar callado, y la noticia de las peculiares palabras del señor de Warfogg se expandieron por el campamento como un incendio. No obstante, el respeto que el conde había ganado en las últimas batallas impidió que los hombres fuesen crueles con él, y la mayoría pensó que eran tan solo producto de la fatiga del combate.
                Las hostilidades dentro del territorio vapóreo cesaron al cabo de unos meses, y Warfogg fue recompensado (la recompensa la pidió él mismo) con el puesto de jefe de la guardia real. A pesar de que pudo descansar, el conde ya no era la misma persona: el pelo se le había encanecido prematuramente, y el rostro estaba plagado de arrugas, las cuales, al iniciar la guerra, ni siquiera había un presagio. A pesar del evidente golpe que había supuesto para él la guerra, acometió su deber con gallardía y frustró numerosos atentados contra la vida del rey, lo que le valió el título de Lord Protector de por vida, y la herencia de este a perpetuidad.
                En su lecho de muerte, Baldwin Warfogg legó su arma y su título a su hijo, Rodrik Warfogg. Llamó a la alabarda Desgarro de alma, para advertir a todos sus descendientes del terrible sino que se cernía sobre tan poderoso artefacto. Rodrik Warfogg, joven impresionable por ese entonces, tuvo gran respeto por la historia de su padre y se dice que no blandió la alabarda ni siquiera una sola vez.
                Distinto fue el caso de su hermano menor, John Warfogg, que heredó la reliquia familiar tras la prematura muerte de Rodrik. De fama implacable y sanguinaria, el joven John no tardó en emplear la alabarda contra uno de sus propios sirvientes, tras lo cual pasó dos meses en cama producto de una enfermedad nerviosa. El propio testimonio de John sirvió para dar veracidad a la historia de su finado padre, y ya en toda la corte se hablaba de la famosa arma divina de los Warfogg.
                Desgarro de alma pasó de generación en generación, y los herederos la recibían con codicia o con aprensión, dependiendo el caso. Muchos, al igual que Rodrik Warfogg, ni siquiera osaban tocarla al recibirla, de tal pavor que les causaba. Otros la usaban en combate y caían enfermos, o acababan con su propia vida después de la batalla. Sólo los de ánimo más fuerte eran capaces de utilizarla en muchos combates: el caso más famoso es el del caballero Greene Warfogg, que, durante las guerras, escogía como enemigo personal al escuadrón enemigo de fama más malvada, para así disminuir los remordimientos al matarlos.
                La historia de Desgarro de alma terminó en el siglo 5 a.S.V., cuando Johannes Warfogg, en la Toma de Ho-Nien, un bastión de Zhao Tsu, terminó con la vida de sesenta hombres en menos de una hora. Luego de esta proeza sin par, Johannes partió el asta de Desgarro de alma y mandó a fundir la cabeza del hacha. Cuando le preguntaron el porqué de su accionar, contestó con las siguientes palabras:
                “Uno de los ballesteros que maté era un mozalbete de diez años. El señor de este castillo lo había forzado a pelear, y su madre lo esperaba en una de las casas que quemamos. Ella le había prometido ir a cazar mariposas cuando volviese: ambos querían atrapar una mariposa naranja, como la que les había regalado el padre de la familia antes de partir a la guerra. Pero ahora, su querido Tian jamás volverá. Mis antepasados proclamaban que esta arma estaba maldita, pero creo que estaban equivocados: es la raza humana la que está bajo una terrible maldición”.         Con el acero que resultó de la fundición de Desgarro de alma, Johannes mandó a fabricar un escudo, alegando que no quería que el metal de la alabarda volviese a ser utilizado para matar. Luego de poner en orden sus asuntos y su herencia –era un hombre metódico, como todos los nobles de Vapórea – saltó de la ventana de su torre, ubicada a cien pies del suelo.
                El escudo Warfogg fue donado al museo real, donde permaneció guardado hasta que,  varios siglos después, durante el sitio de Gran Vapórea, fue fundido de nuevo y utilizado para fabricar balas de cañón.
                

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