domingo, 2 de agosto de 2015

El dilema de la blattodea

             Misteriosas son las causas que provocan que en una cucaracha se despierte una conciencia parecida a la humana: de conocer este hecho, hay quienes dirían que en esto se ve la mano del karma hindú; otros podrían señalar los maravillosos milagros de la madre naturaleza o la causalidad, y un tercero quizá nos hablaría de los insondables designios de Dios. Sin embargo, por la incapacidad de estos desagradables insectos para comunicarse, la humanización de la blattodea es desconocida para el género humano, exceptuando quizá el caso de unos pocos artistas que han logrado intuir cierta sensibilidad consciente en las cucarachas, así como otros las han descubierto en las piedras, en el paisaje o hasta, para risa de algunos, en los humanos.
            Son pocas las cucarachas que nacen con esta conciencia especial, indescriptible como todo pensamiento ajeno. Al hablar de esta, claro está, paso las ideas de nuestra heroína a términos "humanos", los cuales tendemos a pensar -erróneamente- como medida universal de pensamiento.
            Blatelina se llamaba en honor a su raza. Sus primeros pensamientos fueron difusos y grises, como los de todas sus congéneres: comer, dormir, crecer, reproducirse... ¿Morir?: se horrorizó ante esta última idea e, instantáneamente después, se horrorizó de su capacidad de horrorizarse. La idea del fin de su existencia la llenó de un vértigo indescriptible, un vértigo que ella sabía antinatural para su especie. Podía preguntarle a cualquiera de sus compañeras, y ninguna se inmutaría en lo más mínimo ante la mención del cese de la existencia. De hecho, no se inmutarían ante nada, nunca, pues esa era su naturaleza, la única preocupación de la que la madre naturaleza las había dotado: consumir, reproducirse, morir.
            Y bien que lograban su tarea en la vida. Blatelina vivía entre las paredes de la habitación de un hombre viejo, casi un ermitaño. El hombre (la cucaracha arbitrariamente lo llamaba  Sicez) pocas veces salía de su cuarto, cuyo mobiliario se componía únicamente de una cama, una mesa y un retrete. Sicez pasaba sus días leyendo gruesos biblioratos encuadernados de rojo, escribiendo en una pila de papeles, echado en su litera mirando al cielorraso y comiendo. Esta última actividad, por motivos obvios, era la favorita de sus compañeras: ni bien Sicez apagaba la luz, todas salían en tropel chillando de alegría, subiéndose a la mesa y devorando con fruición las sobras que su compañero humano había dejado atrás. 
            Cada final del día era testigo de las incontables orgías que se llevaban a cabo en el cuarto de Sicez, orgías en donde los instintos animales de las cucarachas se desataban callada y organizadamente, sin rastro alguno de vicio o desenfreno. Blatelina, sin embargo, solía mirar con desagrado los festines que sus camaradas se daban entre los restos de pollo, pasta o sopa; con delicado recato siempre comía lo justo y necesario, dejando el resto para las que todavía no habían podido comer nada.
            La hora de dormir era, como ya dije, la favorita de las cucarachas normales. Blatelina, no obstante, dedicaba sus días a observar al viejo que convivía a regañadientes con ellas. A diferencia de sus congéneres, que odiaban y adoraban como un Dios de la muerte a Sicez, ella solo sentía curiosidad por él, una especie de hermanamiento que iba más allá de las fronteras del tiempo y la especie. Por supuesto, era incapaz de leer los gruesos libros que el humano devoraba, pero, con el tiempo, logró descifrarlos a través de las reacciones del viejo. Algunos le provocaban risas, otros, una mirada noble, lejana, que ella sola de entre todos los seres minúsculos que poblaban el cuarto podía llegar a comprender. Los que le provocaban llanto era, por mucho, los más numerosos: la blattodea aprendió sobre la tristeza la primera vez que vio a Sicez derrumbarse de su silla, aún aferrando el libro contra su pecho, y llorar amargamente por mucho tiempo. Algunas cucarachas, más atrevidas o más hambrientas, salieron a buscar migas al notar la inmovilidad casi arbórea del viejo. Este las miró corretear por el piso y, contrariamente a lo que sucedía siempre, las dejó hacer. No levantó la bota ni la mano contra ellas: sólo las observó con los ojos enrojecidos y un esbozo de sonrisa.
            ¿Qué palabras secretas, qué ideas habitaban los libros que sólo Sicez podía leer? ¿Cuál era el extraño poder que contenían, capaz de hacer olvidar a su lector su propia naturaleza de destructor, de superioridad infinita ante el asco que provocaba su raza? Blatelina solo podía imaginarlo en sus sueños más desenfrenados.
            Intentó imitar el ejemplo del viejo y llorar, pero las cucarachas no están dotadas de las glándulas necesarias para hacerlo. Después de largos días de práctica, solo había logrado emitir un fuerte zumbido con las alas, que, ante la imposibilidad de conseguir algo análogo a lo que hacía el humano, ella determinó como llanto. El mover las alas de esa manera la dejaba exhausta y confundida, justo como parecía quedar el viejo luego de sus ratos más tristes.
            Algunas noches, mientras las demás devoraban las migas y restos que Sicez había dejado, ella caminaba un par de centímetros más allá y se subía sin esfuerzo a los gruesos tomos del viejo. La parte superior, donde se hallaba parada, estaba cubierta de gruesos trazos, que pudo comprender eran letras, idea tremendamente compleja para una cucaracha; siquiera pedirle que las entendiese sería un esfuerzo de imaginación. De poder hacerlo, sin embargo, habría podido leer
"OBRAS COMPLETAS
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    Hermann
     Hesse

Seix Barral"

y en el libro que estaba más allá
"PARADISE LOST
by John Milton"
            De haber podido entender letras y las palabras que forman, Blatelina se hubiese hallado casi tan a oscuras como en ese momento. Todo su ser vibraba, se conmovía con la presencia del misterio más grande que podía concebir. Necesitaba abrir esos libros, necesitaba saber qué contenían, que gloria se hallaba entre sus hojas. Se conformaba, sin embargo, con la conciencia de una grandeza mucho mayor que la que cualquiera de las cucarachas que devoraban ahí abajo podía siquiera sospechar. Las miró con lástima desde arriba de las obras completas de Hesse, y alguna que otra de las de abajo le devolvió otro tanto: ya no quedaba más comida en el plato del viejo. 
           
            Cada día el anciano leía más y lloraba más, y ella lo acompañaba desde las sombras, en su agujero mohoso en la parte superior de la pared. ¿Por qué estaba condenada al pensamiento en una especie despojada de este? Sí, podía haber otras como ella, miles, cientos de miles quizá, pero realmente daba lo mismo. Si Sicez estaba solo en una especie que tenía el don de comunicarse entre sí... ¿Cuánto más sola habría de estar ella, que no era más que una simple cucaracha, arrastrándose entre la mugre y la basura de una especie más grande? Si Sicez, en posesión de esos maravillosos libros que lo hacían sentir, dotado de la voz, de la enormidad, del llanto, de la risa, de la mujer que le traía comida todos los días, de la maravillosa radio que todas las tardes producía sonidos maravillosos, enormes, e incomprensibles que sentía en cada pelito de su cuerpo, trasladándola a mundos más complejos y mejores... Si Sicez con todo eso era desdichado, ella estaba destinada a la más profunda desgracia. Su tragedia era la tragedia última, la más grande en todo el mundo, así como también (o justamente por eso) la más irrelevante. Durmió como pudo, presa de la más profunda desazón.
            No la despertó el ruido habitual a toses y orines del viejo a levantarse, sino un silencio sepulcral. Por lo que pudo observar, los refugios que sus compañeras habían logrado encontrar en las paredes, pisos y techos estaban vacíos, cosa extraña cuando todavía había luz solar en la habitación del humano. Corrió como pudo hasta el sócalo donde solía observar el cuarto, y se encontró con el ominoso cuerpo de Sicez colgando en el medio de la habitación. Se balanceaba tristemente, como si estuviese cantando una canción de cuna para si mismo: el olor a muerte, tan agradable para los insectos, la puso enferma. La mesita que usaba para comer se había desplomado, y las demás cucarachas pululaban por doquier, intentando llegar al cuerpo del viejo para sorber su piel o, en el mejor de los casos, mordisquear las partes blandas del cadáver.
            Blatelina hizo zumbar las alas hasta lastimarse. Lloró durante minutos, durante horas ante el cuerpo muerto del único ser que quizá, en algún sueño descabellado, podría haber llegado a comprenderla. Lloró a su manera, con rabia, con tristeza, con angustia, con esperanza: lloró hasta que solo quedó una sensación de vacío en su cuerpito invertebrado.
            Pasaron un par de días y un pequeño grupo de humanos entró para retirar el cuerpo de Sicez, con grandes muestras de asco. Ante la muerte de la única fuente de comida, las cucarachas abandonaron poco a poco el lugar en busca de hábitats mejores: a cien metros de donde se hallaban habían puesto un restaurant nuevo, la tierra prometida.
            Blatelina se quedó en el cuarto del anciano. Con el hambre y la soledad punzando su pequeño cuerpo insectil, se dedicó a vagar por cada centímetro de la estancia: sus patitas recorrieron los libros que Sicez había leído, la almohada dura donde había reposado su cabeza, el inodoro donde había orinado. La cucaracha se dejó arrastrar por el torrente de la nostalgia, casi enloquecida por el dolor de saberse única y, al mismo tiempo, aterradoramente igual que el resto.
            Había llegado el momento. Así como había aprendido a sentir gracias a Sicez, seguiría su ejemplo y dejaría de hacerlo. Con lentitud, saboreando los últimos momentos de su existencia, subió al gran armario que la dueña de la casa había metido en el cuarto, usándolo como depósito tras la muerte de su huésped. Su primer pensamiento había sido el miedo a morir; el último sería el anhelo de esto. No había tiempo para pensar. Pensar es morir en vida.
            Miró el abismo desde arriba del ropero. Por su naturaleza, jamás le había tenido ninguna clase de temor a las alturas. Ahora lo tenía, y en una cantidad tan grande que la ahogaba.
            Se arrojó al vacío.
            Velocidad insospechada seguida de negrura insondable.
            Sus propias patitas agitándose, enmarcando la visión del cielorraso.
            La proverbial dureza de su especie le impedía la muerte. Su linaje había sobrevivido inundaciones, cataclismos, glaciaciones y lluvias de radioactividad: debería haber supuesto que una caída desde un ropero quizá no la mataría. Sentía un dolor intenso, sí: la espalda resquebrajada, la cabeza como fuera de lugar. Movió un poco las antenas en el gesto que simbolizaba "ironía": la situación era tan demencial que no podía hacer otra cosa que reír. Un número gigantesco de cucarachas habían muerto desde el principio de los tiempos para llevarle toda la información genética que le permitiría sobrevivir, ella intentaba morir a propósito... Y fallaba. Que irrelevante, que vulgar, que sinsentido tras otro era la vida. Los dolores agónicos y la tristeza que sentía la obligaron a dormirse, con las patas apuntando al cielo, moviéndose sólo por reflejo.

            Se despertó con la cara de una humana a un metro y medio, observándola fijamente: la dueña del cuarto la miraba con un ligero asco. Tenía el ceño fruncido, como enojada ante la imperdonable intromisión de un ser tan bajo y repugnante en un templo de limpieza como era su casa. "Señora, si supiese cuantas de nosotras degustamos su comida antes que usted..." pensó Blatelina, con malicia. Bueno, por fin iba a morir.
            ¿Quería morir? Volvió a sentir el primigenio instinto dentro de ella. Comer, reproducirse, vivir. Vivir, no morir antes de comer y reproducirse. Comer, reproducirse. Reproducirse, vivir. Vivir.
            Lloró un poco zumbando las alas, en un movimiento patético. Extendió y contrajo las patitas, intentando darse vuelta y escapar de la humana que la miraba, cada vez con más asco ante la danza repugnante de la cucaracha herida.
            ¿Veía compasión en su cara? No, debía ser imaginación de ella. Casi dudó de su cordura cuando la casera la levantó tiernamente con una hoja de diario y la enderezó. Se arrastró como pudo por entre sus propios jugos (la caída no la había dejado indemne: en el piso había un líquido blanquecino que antes había estado dentro de ella) y caminó rengueando, escapando del demencial acto que la humana había perpetrado. La idea de misericordia se fue formando en ella, algo que jamás había podido concebir.
            Por unos segundos, no había estado sola. Alguien había destinado un pensamiento, unos segundos del corazón con tal de procurarle un bien. Su existencia valía algo, aunque sea una migaja más que nada.
            Blatelina dejó el cuarto, zumbando las alas y moviendo las antenas, "risa" y "llanto". Agradecía a la naturaleza y a la casualidad, su idea de Dios, haber sido ella entre todas la elegida para experimentar el milagro.
            Pasó al cuarto siguiente, herida pero viva. El mundo era ancho y ajeno, sí, pero seguiría existiendo.

            Con el tiempo se le curó la espalda, quebrada por la caída. Pudo volver a correr y volar, teniendo en estos sencillos actos animales todo el disfrute que podía sentir. Cada tanto recordaba a Sicez leyendo y llorando y sentía una tristeza difuminada, como quien sufre el recuerdo de un recuerdo. Las alas ya no podían zumbar como antes, así que nunca lloraba como solía llorar el humano.
            No pasó mucho hasta que comenzó a dedicarse únicamente a comer y reproducirse. Después de todo, sólo era una cucaracha.