viernes, 6 de marzo de 2015

Cuentos y Mitos de Vapórea I: el Dragón y Juno

                Hace mucho, muchísimo tiempo, existía un lejano e ignoto reino, de grandes torres sombrías y castillos rojos, sumergidos entre una niebla que nunca se disipaba. El Sacro Reino de Vapórea era la nación más grande del mundo, aunque todavía era bastante pequeña comparada con lo que después fue.
                Aconteció que, un día, alas negras y escamosas se divisaron en el horizonte y todo el pueblo de Vapórea se estremeció de terror: un enorme dragón negro voló por encima de la costa, dejando un rastro de aldeanos temblorosos y olor a azufre. La enorme bestia pasó por encima de los castillos silenciosamente, como si fuese una amenaza hecha de viento, hasta que se perdió en el brillo agonizante del sol poniente.
                El rey de Vapórea era un hombre gordo y bonachón, pero bastante tonto: ni bien el dragón pasó y pudo salir de su escondite debajo de la cama, convocó a todos los magos del reino (porque todos sabemos que los magos son los únicos versados en el estudio de los dragones) en una asamblea urgente para decidir qué debía hacerse respecto a la amenaza que representaba el monstruo que había sobrevolado la ciudad. Según uno de los vigilantes de la frontera que había llegado a caballo pocas horas después del avistaje de la bestia, el dragón se había asentado en una alejada torre abandonada, a poca distancia de la frontera de Vapórea.
                Largas horas de discusiones pasaron hasta Víctor Levi, representando a la asamblea de magos y hechiceros dio su veredicto unánime: el dragón debía de ser perseguido, acorralado y asesinado, para proteger a los inocentes ciudadanos de Vapórea. El plan debía ser ejecutado cuanto antes; la bestia, ahora que había encontrado un escondrijo, probablemente estaría dormida y desprevenida. Podrían sellar la torre con un hechizo de protección y, ya encerrado el dragón, quemarla con él adentro.
                El rey dio su beneplácito y, fijando la fecha para dar caza a la bestia en un mes a partir de la fecha, dio orden de que los soldados afilasen sus espadas y los magos preparasen sus hechizos.
                Víctor Levi tenía una pequeña hija llamada Juno. Era una niña encantadora, de bucles dorados y pecas abundantes, que gustaba tanto de jugar con casitas y muñecas como con espadas de madera y caballos consistentes en palos de escoba e imaginación. Juno pasaba largas horas jugando en el castillo Carmesí, la residencia del rey donde su padre era el jefe de todos los magos: corría por todos los pasillos buscando pinturas viejas o jugando con los centenares de gatos que habitaban en la fortaleza. Cuando no estaba ocupada en esos menesteres, gustaba mucho de ir a la cocina del castillo, donde todos los servidores la conocían y solían regalarle dulces.
                El día que el dragón fue visto por primera vez, Juno había logrado encontrar un pequeño pasadizo que nacía detrás de la chimenea de la biblioteca real. Caminó por él hasta finalmente llegar a un espacio detrás de la pared de la sala principal, donde escuchó a su padre hablar de lo que sería la cacería del dragón. La niña, que había estado jugando toda la tarde en las paredes interiores del castillo, se sorprendió muchísimo: la sola mención de un monstruo que solo aparecía en cuentos y leyendas la emocionó al punto de que tuvo que desandar todo el camino y salir a la biblioteca para poder expresar su satisfacción con un grito triunfal.
                Un dragón. Un dragón en la mismísima Vapórea.
                Su padre y los demás adultos jamás podrían comprender. Ellos solo veían las cosas como posibles peligros. Los magos ni siquiera apreciaban la belleza de las estrellas si no era para intentar predecir el futuro en base a ellas. El rey y los generales no querían conocer otras naciones más que para ver cómo podían aniquilarlas. No, los adultos jamás entenderían realmente lo que estaba sucediendo.
                Juno sentía que debía ver al dragón con sus propios ojos antes de que su padre le haga algo. Dudaba que pudiesen matar al dragón, pero por lo menos lo ahuyentarían, y ella no iba a permitir que eso pasase hasta que por lo menos pudiese verlo. Si no lo lograba, sabía que se arrepentiría toda su vida.
                Ese mismo atardecer, antes de que las puertas de la ciudad se cerrasen, la pequeña niña escapó de la fortaleza en dirección oeste, hacia la torre abandonada. Solo llevó su vestido favorito y una mochila cargada de toda la comida que pudo sacar a hurtadillas de la cocina, mientras sus amigos no estaban atentos.
                Juno caminó durante cinco días y cinco noches hacia donde el sol se pone. A pesar de que se encontraba en campos salvajes, la niña caminó siempre hacia adelante, con la única esperanza de ver la escamosa piel del monstruo, sin temerle a nada en el camino que la llevaría hasta él.
                La luz de las estrellas bañaba la torre abandonada cuando la pequeña la divisó por primera vez. Era un enorme cilindro hecho de madera y ladrillos que se erguía como intentando tocar el cielo, pero su aspecto ruinoso inspiraba más lástima que reverencia.
                Nuestra diminuta heroína se acercó despacio, ahora ya sintiendo todo el miedo que debería haber tenido al dejar su hogar y al recorrer el lúgubre camino hasta su meta. En todo el viaje hasta la guarida del dragón nunca había pensado en su padre. Quizá estuviese desesperado, buscándola por todo Vapórea montado en un brioso corcel blanco y portando una espada de llamas, dispuesto a vencer al mismísimo dragón para recuperar a su pequeña hija.
                Sin embargo, Juno sabía que lo más probable era que su padre ni siquiera se hubiese percatado de su ausencia. La niña sacudió la cabeza para alejar esos pensamientos. Ella se había escapado y debía seguir hasta el final, hasta ver al dragón con sus propios ojos.
                Caminó en puntillas de pie hasta la entrada de la torre. Un resplandor naranja salía de todas las ventanas y huecos ruinosos de la torre como si una hoguera ardiese adentro de la edificación.  Un gruñido ronco y cansado, como si fuese un fuelle roto, vibraba por todo el aire.
                Juno finalmente entró en la torre derruida.
                Enrollado en el pilar central de la construcción estaba el dragón. La niña esperaba ver un enorme y aterrador monstruo, pero, para su sorpresa, encontró un dragón viejo y cansado, respirando como podía entre toses y estornudos. Era grande, sí (como todos sabemos, los dragones se vuelven más grandes con el tiempo, siendo los de mayor tamaño los más ancianos), pero no tanto como se lo había imaginado. El color negro del dragón era opaco, como el pelaje de los gatos del castillo cuando están enfermos. Las escamas que lo recubrían estaban gastadas, y muchas hasta ausentes; la armadura natural de la antes imponente bestia ahora estaba llena de agujeros.
                El plan original de Juno era introducirse en la torre a hurtadillas, mirar al dragón todo lo que pudiese e irse sin ser notada antes de despertarlo, pero ahora que había podido contemplar el estado en el que se hallaba no le tenía ninguna clase de miedo; la niña se acercó al lugar de reposo del dragón con seguridad, pero también con cautela.
-¿Qué hacéis aquí, niña? -dijo el dragón de improviso, sin mirarla.
-Me perdí -mintió Juno, aturdida todavía por la voz de trueno del reptil.
                El dragón giró su enorme cabeza lo suficiente como para poder observarla con su ojo izquierdo. Era un poco gracioso, pensó Juno, darse cuenta que no podía ver bien de frente como los pájaros.
-¿Sabéis que mentirle a un dragón no solo es peligroso sino también algo muy tonto? Según dicen, los dragones somos los padres de la mentira. Es imposible engañarnos -el dragón tosió fuertemente entre espasmos, y luego prosiguió -. Dime por qué perturbáis mi descanso.
-Bueno, señor dragón, mi padre me ha enseñado que es de mala educación hablar con desconocidos, así que debería decirte mi nombre. Me llaman Juno; buenas noches, señor dragón -Juno extendió su mano abierta hacia la serpiente en un gesto amistoso.
                En los siglos que había abarcado su existencia, el monstruo jamás había contemplado nada así. Adónde iba sembraba el terror, aunque hacía ya mucho tiempo desde que se dedicaba a destruir reinos. En su vejez, lo único que quería era el descanso; lejos estaba ya la gloria del combate o el sabor de la carne humana.
-¿Acaso no me teméis? -inquirió, reptando hacia la pequeña y abriendo ligeramente sus alas de ébano.
-¿Por qué habría de temerte? -respondió ella, con voz tierna -. No te he hecho nada malo, tú no deberías hacerme nada malo a mí.
-Deberíais de temerme porque soy un dragón -dijo la bestia, hastiada -. Además, el mundo no funciona como dices, pequeña. Tarde o temprano entenderéis que no basta con solo ser bueno -El enorme reptil se giró hacia un costado y le mostró una gruesa lanza que tenía clavada en uno de los cuartos traseros -. Hace un tiempo estaba durmiendo en una montaña y un grupo de hombres vino a cazarme, aún cuando jamás había estado antes allí. Tuve que escapar, herido y ofendido por nada menos que ¡humanos! Si hubiese querido podría haber exterminado a todos, pero decidí perdonarlos; como paga, ahora llevo esta enorme lanza clavada en mi cuerpo. No, a veces ser bueno no basta.
-Pues yo creo que sí. Hace unos meses, un pinche de cocina no me quería: cuando pasaba cerca mío me molestaba, y jamás quería regalarme dulces -Juno se sentó sobre la tierra, no muy lejos ni muy cerca de su singular interlocutor -. En vez de molestarlo yo y hacerlo enojar más, le hice un lindo lindo lindo dibujo con crayones. Era un chico muy feo, como casi todos los pinches del castillo, pero lo dibujé tan bello que cuando lo vio se puso a llorar. Señor dragón, continúa devolviendo cosas buenas cuando le dan cosas malas, quizá algún día la gente empiece a verlo como una criatura bondadosa.
                El dragón no contestó nada y se echó, con los ojos cerrados y la respiración irregular. Juno siguió sentada en el piso de la torre derruida, haciendo pequeños dibujos con el dedo.
-Niña -dijo el monstruo con su voz serpenteante -... ¿Sigues allí?
-Aye, señor dragón.
-Los humanos solían llamarme Ecthelion, azote de reinos. Es un placer conoceros.

                Juno pasó la noche en compañía del dragón, el cual, con el pasar del tiempo, demostró ser un mejor amigo que todos los niños que ella había conocido en el castillo carmesí. Tanto disfrutó de la conversación con Ecthelion que Juno olvidó su plan de volver lo más rápido posible con su padre. Ni bien rayó el alba en la lejanía, la niña salió de la torre y buscó bayas y vegetales para desayunar junto al dragón.
                Durante todo ese día y el siguiente, y el siguiente después del siguiente, Juno se dedicó a intentar sanar las heridas que los hombres habíanle provocado al enorme reptil. Luego de mucho esfuerzo logró sacarle la enorme lanza que llevaba clavada en el anca izquierda, pero esta no era la única lastimadura que Ecthelion sufría. En la piel del pecho, desprovista de las gruesas escamas que protegían su lomo y flancos, llevaba varias docenas de flechas incrustadas, las cuales Juno quitó una por una, para luego lavar cuidadosamente los arañazos que habían provocado.
                Luego de haber terminado de restablecerse, Ecthelion demostró una mejoría no solo en como respiraba sino también en su humor. Juno, como quien dice una obviedad, le explicó que las heridas no dejan pensar a la gente y que todos los humanos deberían curarse entre sí para que el mundo sea feliz; acto seguido corrió a bañarse a un río cercano, bajo la protectora mirada del dragón. Mientras la niña nadaba en la mansa corriente, Ecthelion solo podía pensar en que la pequeña se había referido a él como un ser humano. La armoniosa risa de la niña lo sacó de sus pensamientos.
                Pasaron más días de armoniosa convivencia. Durante el día, Ecthelion le contaba acerca de acontecimientos que habían pasado eones antes del nacimiento de Juno; la caída del Gran Enemigo, la división del mundo y la gran oscuridad que sobrevino, las guerras dracónicas y, por fin, la desaparición de los dragones y el surgimiento de los hombres. La infanta absorbía estos conocimientos con un asombro propio de su edad, sin desviar la atención ni un solo segundo de la sibilante vos de Ecthelion.
                Juno también había aprendido a volar sobre el lomo del dragón. Con un poco de torpeza y mucho miedo al principio logró subir en la nuca del monstruo. Practicaron durante horas como tenía que sostenerse con piernas y manos para no caerse, y cuando Ecthelion estuvo seguro de que no lo haría, levantó un vuelo suave y lento, como el caer de una pluma pero hacia el cielo. Volaron juntos hacia una montaña cercana y allí se posó, cerca de la cima: viento frío y pequeños copos de nieve los rodeaban, pero el calor que manaba del dragón era suficiente como para que Juno ni siquiera se percatase del clima.
-Os estaba contando, pequeña Juno, acerca de la desaparición de los dragones.
-Aye, sir dragón -le respondió Juno. Le divertía tremendamente tratar a Ecthelion con la pompa noble que había aprendido en el castillo. Después de todo, el monstruo la merecía mucho más que los verdaderos sires y lores de Vapórea -. Sigue, por favor.
-Cuando el mundo se llenó de frío y blanco muchos dragones no lo toleraron, y decidieron morir antes que seguir viviendo miserablemente, escondidos en cuevas profundas o en el interior de los volcanes. Antes que eso, los dragones eramos una raza extensa, como ahora son los humanos: no había un solo lugar donde no pudiese encontrarse uno de nosotros. Bastaron dos siglos de crudo invierno para que casi todos desaparezcan de la faz de esta tierra -la voz de Ecthelion ya no parecía la de un dragón. De no poder ver, Juno habría jurado que estaba en la sala común de Vapórea, escuchando a algún anciano contar la historia de su vida. Ella sabía que, si sus lágrimas no se evaporaran antes de poder escaparse por sus ojos, el dragón estaría llorando -. Perdí a todos mis compañeros. Los dragones somos seres solitarios, sí, pero nunca me hubiese imaginado lo que era realmente la soledad hasta que sucedió la catástrofe.
                Juno no sabía qué decir. Su único contacto con la pérdida de un ser querido había sido hacía ya un siclo, cuando Sir Patas, su gato favorito del castillo, había caído por una ventana a quince metros de altura.
-Mirad al cielo, pequeña Juno. Ved las estrellas.
                La montaña donde estaban era tan alta que ni siquiera las nubes obstruían la visión de los astros. El cielo nocturno era una miríada de puntos blanquecinos titilantes, todos parte de un intrincado dibujo que Juno no alcanzaba a comprender, como los cientos de libros que formaban la biblioteca real. La niña quedose con la boca abierta, estupefacta.
-Cada dragón que decide irse de esta tierra no muere, sino que asciende a toda velocidad hacia la cúpula que llamamos cielo, y allí todo su calor y su vida se transforman en una estrella.
-Son muchas estrellas -respondió la niña, sin poder entender.
-Son todos los compañeros que perdí -afirmó el dragón, cerrando los ojos, como si quisiese solamente sentir la noche -. Conocí a todas esas estrellas. Podría deciros los nombres de cada uno de ellos.
                Juno acarició la escarpada piel de Ecthelion y lloró con él.

                El dragón cumplió lo que había dicho, y noche tras noche, antes de dormir, subía a la montaña con la niña en su lomo y le enseñaba los infinitos nombres de las estrellas, así como también qué eventos futuros profetizaban. Luego, cuando la luna estaba en su punto más alto, volvían a la torre y descansaban, para así poder emprender un día nuevo de aventura y amistad. Juno ni siquiera recordaba cuanto tiempo había pasado desde su llegada a la torre derruida; no recordaba a su padre, ni a Vapórea, ni al Castillo Carmesí. Ecthelion le estaba enseñando un mundo nuevo, un mundo más maravilloso que los centenares de corredores de la fortaleza donde vivía.
                Pero Juno fue forzada a recordar. Una noche, cuando la luna ya casi volvía a su forma redonda, subieron a la montaña desde donde observaban las estrellas. Ecthelion le estaba explicando qué significaban las tres estrellas compañeras que vosotros llamáis Orión, cuando de repente su compañera quedose pasmada al observar el oscuro horizonte de la campiña. El dragón siguió su mirada y vio pequeños puntos de luz casi estáticos: sin embargo, un par de minutos antes no estaban ahí.
-Sir Dragón, debes marcharte... ¡Debes marcharte ya! -gritó la infante, terriblemente asustada. El monstruo jamás la había visto así en su compañía, ni siquiera en su primer encuentro.
-¿Qué sucede, pequeña Juno? -preguntó el dragón, alertado.
-¡Mi padre... Mi padre viene a matarte! -dijo Juno cuando pudo respirar entre las lágrimas -. Hazme caso, te matarán si te quedas aquí.
                Ecthelion reflexionó. Después de tantos siglos, había encontrado una compañera, un ser que era capaz de mirarlo frente a frente sin ningún temor. Había encontrado la amistad. Volver a la soledad era imposible: si hubiese podido sentir escalofríos en su cuerpo de reptil...
-No os abandonaré nunca, pequeña Juno -dijo, resuelto y mirando las amenazadoras e ínfimas luces en lontananza -. Nunca.
-No quiero que te vayas, Sir Dragón -respondió la niña, con el rostro colorado por el llanto -. Pero si te quedas...
                La bestia observó el cielo, manchado de incontables puntos blancos que eran sus hermanos perdidos, y comprendió. Quedarse hubiese significado para Juno lo mismo que la extinción de los dragones había significado para él.
-Pequeña Juno, dejad de llorar -imploró Ecthelion, con la voz más dulce que pudo (la cual seguía siendo bastante lúgubre) -. Volvamos a la torre, quizá allí se nos ocurra algo.
                Juno se limpió la nariz y los ojos con las mangas de su vestido y asintió mientras subía al lomo de su único amigo en el mundo.

                Faltaban dos días para la luna llena y, por consiguiente, la cacería del peligroso dragón que habíase instalado en la torre derruida de la frontera oeste. Los ejércitos de Vapórea marchaban tras sus banderas rojas, todos caminando al unísono, sin redoble de tambores ni gritos de batalla para no alertar a la bestia que iban a cazar. Detrás de los soldados, todos los magos del reino viajaban en enormes carromatos repletos de lujos; con ellos iba el rey, para verificar en persona que la amenaza había sido suprimida.
                Ecthelion, con la sabiduría de los tiempos, había formulado un plan. Lo contó a Juno, y la pequeña comprendió de inmediato; era muy simple, sí, pero efectivo. El dragón y su compañera trabajaron sin descanso para lograrlo, juntando toda la madera que pudieron de los alrededores: Ecthelion cargaba enormes troncos en su boca, y Juno todas las ramitas que sus brazos pudiesen cargar. La noche cayó y los encontró exhaustos, la niña abrazada al cuello de su camarada.
                El día siguiente fue aún más difícil. A Ecthelion le tomó muchas horas lograr desprenderse de su piel, así como hacen las serpientes menores. A su edad, le dijo a Juno, los dragones no suelen hacer estos reemplazos; su piel escamosa se queda donde está por siglos, haciéndola todavía más dura. Mientras lo hacía, Ecthelion soltaba algunos resoplidos de dolor, pero trataba de ocultarlos lo mejor posible mientras le sonreía a la niña. Cuando finalmente terminó, depositó con suavidad su propia piel sobre el enorme colchón de madera que habían juntado, como si de una ciclópea pira funeraria se tratase.

                Víctor Levi iba ahora al frente de los ejércitos de Vapórea, ya con la torre a la vista. Dio la orden de alto levantando un puño: de inmediato los soldados clavaronse al piso como banderas. El jefe de todos los magos estaba a punto de gritar algo cuando vio una pequeña niña venir corriendo hacia él; la reconoció de inmediato y partió a su encuentro al galope.
-¡Juno! -gritó cuando llegó a su lado, con una mezcla de ira, desesperación y alivio -¡Qué haces aquí! ¿Sabes cómo lloré tu ausencia allá en Vapórea? ¡He pensado que te caíste en un pozo, que habías muerto! He tenido que venir aquí, a este inmundo lugar, a cumplir mi misión pese a haber querido buscarte por todo el cielo y la tierra. ¿Puedes explicarme qué haces aquí?
                Por toda respuesta, Juno lloró y lo abrazó. Las explicaciones vendrían después, pensó Víctor, mientras abrazaba fuertemente a su hija. Sin soltarla, tomó las riendas del caballo y galopó hacia donde estaban los soldados, llorando igual que su primogénita, pero no por igual motivo.

                El rey no estuvo contento hasta ver las mismísimas cenizas del dragón, entremezcladas con las escamas que habían logrado soportar el fuego mágico de sus magos. Al ser sellado en la misma torre que servíale de refugio, la peligrosa bestia ni siquiera había sido capaz de oponer resistencia; la cacería había resultado tan satisfactoriamente que el rey decidió ofrecer un banquete para sus servidores a la sombra de la torre derruida. Víctor Levi y sus acólitos fueron condecorados allí mismo con el título de conde, y a su hija, Juno, que había estado perdida tan cerca del peligro, le regalaron un brioso caballo negro, de manera que olvide los terrores que probablemente había pasado estando un mes sola.
                Volvieron todos a Gran Vapórea, pensando en qué harían cuando estuviesen de vuelta en sus hogares. Los soldados querían volver a estar con sus familias, los magos con sus pociones, el rey con su oro y sus lujos. Ya casi nadie recordaba que había habido un dragón dentro de su propio reino.
                Nadie, excepto la única niña que viajaba con ellos.

                Al atravesar las puertas de Vapórea todo volvió a la normalidad. Juno, al regresar, fue castigada con medio año de encierro en su aposento. Podía pedir toda la comida, los juegos y los libros que quisiese, pero Víctor pensó que impedirle vagabundear por los pasillos era escarmiento suficiente para una travesura tan problemática como había sido escaparse de la ciudad. Sin embargo, luego del regreso, jamás le preguntó por qué lo había hecho: el padre de Juno sabía perfectamente qué la había motivado a peregrinar hacia la torre derruida. Muchas veces, en la soledad de su habitación, Víctor sonreía al pensar que él hubiese hecho exactamente lo mismo, e iba al cuarto de su hija a jugar con ella.

                Pasaron los años y Juno Levi creció hasta suceder a su padre en la jefatura de todos los magos. Su perfecto conocimiento astrológico y del mundo natural en general le granjeó una reputación enorme que no decreció ni un poco hasta el final de su vida. Con los siglos, los trovadores vapóreos hicieron aún más grande su leyenda, y hay quien dice que durante toda su juventud tuvo una gran cantidad de encuentros con un enorme dragón negro, fuera de las fronteras de Vapórea. Según estas historias, en su adultez estos viajes cesaron repentinamente, y desde entonces Juno jamás volvió a ser la misma líder que había sabido ser.
                Habladurías y mitos aparte, no se puede negar el aporte de la condesa Juno Levi al conocimiento de Vapórea. Bajo su dirección, no solo la magia sino la ciencia y el arte de Vapórea tuvieron un esplendor que jamás conoció otra época de nuestra nación.
                 Ya al final de su vida, su último hallazgo fue el de una estrella nueva, muy cercana a la luna. Como descubridora, le correspondió a ella nombrar al astro.
                Sin dudarlo un segundo, la nombró Ecthelion, y ese nombre consta en nuestros registros hasta el día de hoy.