sábado, 17 de enero de 2015

Kaishaku


            A pesar de la primera impresión que este relato pueda provocar en el lector, este no es un descargo legal con la intención de desvincularme del incidente del Shopping Ginza, ni es una manera de arrepentirme o victimizarme por lo sucedido. Es de público conocimiento que el extraño acto de Kyoka Ryosuke (y mío, también) tuvo trascendencia no solo en Japón sino internacionalmente; sin embargo, no muchos fuera del país fueron capaces de entender el sentido de tan peculiar hecho. Para la mayoría de los occidentales, ajenos no sólo a la cultura japonesa sino también a la vida y obra de Kyoka-sama, lo que sucedió en el paseo de compras no fue más que un acto de fanatismo lunático.
            Pero nada más alejado de la verdad. Puedo garantizar que Kyoka Ryosuke y yo estábamos en pleno uso de nuestras facultades mentales ese quizá no fatídico veintitrés de enero.
            Conocí al ya mentado Kyoka-sama cinco años antes del suceso. Estaba en una conferencia de la universidad de Kioto sobre literatura medieval en la cual él también era un asistente. Luego de mi ponencia acerca de las similitudes entre el código caballeresco y el bushido (el sistema moral-filosófico-teológico de los samuráis) Ryosuke se acercó a felicitarme. Si había estado terriblemente nervioso durante mi exposición, la presencia del ya famosísimo escritor solo contribuyó a empeorar mi estado.
            Físicamente, era la representación exacta del estereotipo japonés. De poca estatura, pelo corto y demasiado delgado. Los ojos, naturalmente rasgados, permanecían casi cerrados del todo, como si estuviese mirando sospechosamente o fuese miope y quisiese enfocar algo a la distancia. Intelectualmente era como una ola arrasando una población costera: no en vano era el escritor del momento en los círculos intelectuales de todo el mundo.
            Solo pude articular un par de oraciones en un inglés penoso, pero Ryosuke era un interlocutor no solo competente sino también amable y cortés como solo un japonés puede serlo. No es mi intención aburrirlos con detalles sobre nuestras conversaciones que versaban pura y exclusivamente sobre literatura y filosofía, así que solo diré que Kyoka se manifestó sumamente interesado por las similitudes entre los códigos morales occidentales y orientales. La lealtad, el coraje, la cortesía, el honor, la templanza, la benevolencia, todos los ideales que antaño habíamos logrado construir en dos partes antípodas del mundo.
            La barrera idiomática no fue capaz de amilanar nuestra intención de crear una amistad intelectual fuerte y solida, y fue así como gracias a internet logramos mantenernos en contacto constante. Fueron cinco años raros, casi irreales. Yo, un humilde catedrático de la Universidad de Buenos Aires era el confidente de uno de los mejores escritores del mundo. A pesar de la rareza de la situación la acepté con plena confianza: Kyoka me había instruido en el bushido, y tanto la desventura como la buena fortuna eran ya incapaces de turbarme.
            En la media década que transcurrió no solo cambié yo, sino también él, y a medida que él cambiaba yo volvía a hacerlo. Probablemente hastiado del éxito de su carrera literaria, Ryosuke se hundió en una desesperación terrible al ver que su Japón natal estaba siendo consumido por costumbres y maneras totalmente ajenas a lo que constituía el espíritu de su Nación. Preocupación que yo compartía con la misma pasión pero atenuada por dos factores que me hacían tomarla con menor vehemencia: el miedo al chovinismo y mi crianza respecto al patriotismo. Sí, a nosotros podría dolernos ser "invadidos culturalmente" por otro país, pero para un japonés de raza como Ryosuke era algo tan siniestro que ni el mismo infierno era tan malo. Nuestro país, aunque no lo sepamos, se formó en un crisol de distintas razas migrantes, pero el Imperio del Sol Naciente siempre había sido hermético -literalmente- a influencias externas. La muerte del feudalismo en el siglo XIX era una maldición de la que algunos románticos y nostálgicos todavía renegaban.
            En el último año mi amigo nipón había entrado en una grave depresión. Las causas pueden ser intuidas fácilmente por el público sensible: no solo la occidentalización de su país sino también la fatuidad de la vida en general y la poca esperanza en el futuro de la humanidad. Se dice que a los japoneses se les enseña a no demostrar sus sentimientos mediante el autocontrol no porque carezcan de estos sino todo lo contrario; porque tienen un exceso de sensibilidad. Kyoka dejaba ver sus verdaderos sentimientos e ideas en su literatura, pero sin embargo soportaba todo esto con un virtuoso y calmo estoicismo.
            Por ende, debía sufrir el doble que cualquier otro, ya que el propio intento de reprimir todo este caudal de sentir debía suponer mucho más dolor. Creo firmemente en las causas por las cuales Kyoka-sama hizo lo que hizo, pero también es lógico pensar que todo ese dolor, esa punción existencial que sentía lo llevó a su muerte.
            Todavía lo recuerdo acomodando la pequeña esterilla sobre el piso del centro comercial. Nadie lo miraba con demasiada extrañeza; de hecho, nadie lo miraba. Seguramente ya estamos acostumbrados a que nada fuera de nosotros, nuestro trabajo y nuestros productos importa. Siempre la vista al frente, siempre el tiempo contado, siempre intersecciones, pasajes, registros, eyaculaciones baratas.
-¿Por qué haces esto? -le pregunté en su propio idioma. Había logrado aprender bastante.
-¿Tan extraño te parece? -me contestó con una sonrisa de plomo. Me temblaban las piernas y mi estómago bailaba dentro de mí pero él seguía en seiza (arrodillado y sentado sobre los talones) como si estuviese por tomar un té -. Lo importante no es la muerte sino la fuerza que la impulsa. Si hay la suficiente ternura, virtud y sacrificio, la muerte no es muerte sino vida. ¿Qué no es eso lo que os enseñó vuestro máximo héroe occidental?
            Asentí mientras le alcanzaba un pequeño jarrito de sake. La gente, poco a poco, se había congregado alrededor nuestro. Sus rostros eran máscaras, al estilo japonés. Si esto hubiese pasado en mi país habría pequeñas emociones en gestos nimios, alguna que otra sonrisa morbosa. Acá todos sabían lo que sucedía y guardaban la reverencia necesaria.
            Tragó el trago de sake y dejó la botella a un lado.   Con premeditado simbolismo e ironía, garabateó unos versos en la pantalla táctil de su iPhone.

            No soy el primero que hace esto -habíame dicho luego de explicarme su plan- Yukio Mishima lo ejecutó hace 40 años. Lo que importa no es la innovación, sino el espíritu que impulsa el acto. Miles lo han hecho antes y yo seré el último de ellos. Ensuciaré los pisos donde prostituyen mi país y todos los demás. Esto no es por Japón, sino por cada uno de los humanos que viven vidas prefabricadas e importadas de lugares vacíos, informes y sin alma. Con mi muerte me libraré del deshonor de haberme permitido vivir en un mundo tan retorcido.

            Se abrió el kimono blanco y dejó ver su piel igual de pálida. Tenía un pecho delicado y plano, lampiño totalmente. Sin movimiento, sin respiración profunda.
            Creo que me oriné encima. Quería vomitar pero no podía: hubiese sido una ofensa para Kyoka Ryosuke-sama.
            No metió las mangas debajo de las rodillas, como era la costumbre. Supe en ese instante que no quería una muerte limpia, sino hacerla lo más escandalosa posible.
           
            Correr a la muerte, apresurarse al suicidio no es sinónimo de valentía ni de temple. Cuando se sufre más de lo soportable la verdadera valía es seguir viviendo, seguir tolerando lo intolerable.

            Tomó un pesado cuchillo de cocina que había comprado minutos antes en una tienda de nombre inglés, Easy Kitchen o algo así. El joven que nos atendió se sorprendió al vernos vestidos con sendos kimonos blancos, pero no rompió las reglas de la cortesía y nos vendió exactamente lo que le pedimos.
            No gritó cuando el filo se hundió en sus entrañas. No gritó tampoco cuando llevó el corte hacia la derecha, rasgando la piel y llenando el patio central del shopping de olor a excremento. No gritó ni siquiera cuando volvió hasta el ombligo y empezó a cortar hacia arriba, hasta el esternón. Solo respiró un poco más rápido.
            No vi si alguno de los espectadores torció la vista, vomitó o fue a llamar a la policía. Solo podía verlo a él, al mejor hombre que había conocido, destripándose como si fuese un muñeco de trapo.
            Los intestinos cayeron hacia adelante, a la vista de todos. Un paquete de víboras viscosas y púrpuras, como el rostro de mi amigo, a la vista de todo y todos, burlándose de la muerte, retorciéndose y bailando una danza macabra. Los actos reflejos de las piernas, moviéndose con estertores ominosos, terroríficos.
            Nunca olvidaré el olor. Si existe un infierno, seguro huele a harakiri.
            Tomé la espada con la mano derecha pegada a la guarda y la izquierda en la parte más baja, como Ryosuke me había enseñado. Yo era su Kaishaku, el hombre que debía asistirlo y cortarle la cabeza para ahorrarle horas de sufrimiento.
            No sabía hacerlo, definitivamente. Me llevó seis golpes arrancarle la cabeza, ahora sí ante los gritos horrorizados de la multitud. Cuando terminé, estaba empapado en sangre ajena y sudor, orín y excremento propios. Nunca supe si la sangre en mis manos era la de Ryosuke o la que habían destilado mis manos al agarrar tan fuertemente el mango de la katana.
           
            Sin embargo, cuando la muerte vale más que la vida, cuando se debe reparar una ofensa, cuando se debe redimir a un amigo, cuando se tiene que escapar de la ignominia, entonces el seppuku cobra sentido y se vuelve la encarnación del honor, la forma última de inmolación. ¿Acaso no hay nada más noble que sacrificarse para salvar a los demás? La muerte nos devuelve todo honor perdido.

            "Abriré la morada de mi alma y os mostraré cual es su estado
            Ved por vosotros mismos si está contaminada o limpia"
            Rezaba la pantalla del celular que Kyoka-sama había dejado cerca de su cadáver. El kimono estaba empapado de rojo, la cabeza cercenada terriblemente por mis manos torpes, los intestinos desparramados por todo el piso, llegando casi hasta los pies del espectador más cercano. Yo lloré de rodillas como un occidental y me di cuenta que ni Ryosuke ni yo éramos samuráis.

            Fui condenado a quince años de prisión, de los cuales ya cumplí tres. Las enseñanzas de Ryosuke me ayudaron a sobrellevar con autocontrol e indiferencia la condena y el oprobio público de haber -teóricamente- matado las mejores letras que nos había dado la última década.
            En medio de las oscuras noches en la cárcel pienso que el seppuku de mi amigo fue un sacrificio absurdo, que un cuchillo en el vientre no va a cambiar lo que dos siglos de capital e inmoralidad habían logrado construir.
            Y después miro la luna desde la ventana enrejada y me doy cuenta que nada importa más que el honor y la actitud que uno toma frente al mundo. Que no significa nada vivir entre la podredumbre si uno resplandece.

            Y después escribo esto, mi poema fúnebre y mi oda a Kyoka Ryosuke, y después preparo la soga con la que me ahorcaré para restaurar mi dignidad perdida durante los seis cortes que no pudieron cortar la cabeza del mejor hombre que haya conocido jamás.