sábado, 20 de septiembre de 2014

El último deseo de Ren Kyoka

Pequeña nota previa:
Este es, de todos los cuentos malos que escribí, el que más me gusta. Lo había borrado del blog porque estaba participando en un concurso literario que obviamente perdí; bien mirado el asunto, es lo más justo. Esta es una historia que trata sobre la pequeña grandeza que solamente se halla en el fracaso y sobre el consuelo que se encuentra en los deseos incumplidos.  



“La vida está en la felicidad. La felicidad está en el amor. El amor está en el servicio” Se repitió Ren Kyoka por séptima vez en lo que iba del día, mascando la única herencia de algún poeta ya muerto y olvidado. Esta vez era un hombre fornido el que había entrado a la habitación de la Señora Mizuki Hanzo, con las espaldas rectas y el mentón apuntando al cielo, flotando sobre su propia autocomplacencia. Ren le abrió el paso luego de identificarlo y siguió plantado junto a la puerta como si fuese un roble o una estatua, mientras los tenues gemidos de Mizuki-dono escapaban a través de la puerta de papel.
Mizuki Hanzo era la esposa de Hattori Hanzo, Capitán del ejército del Shogun; Ren Kyoka era el encargado de protegerla. Hanzo se había marchado hacía ya una buena cantidad de meses, en una expedición militar a una isla cercana. Todavía no era un enigma el regreso de su marido cuando Mizuki empezó a convocar a los primeros de su interminable lista de amantes. Ren, en su calidad de mayordomo, se hallaba atravesado entre su deber como samurái y amigo de Hanzo, y su deber como guardián de Mizuki. Solo bastaban unas palabras al regreso de Hattori para que la cabeza de la libidinosa dama rodase por el suelo, acariciando la madera del piso con su ligero velo de cabellos negros.
Pero más oscuras y personales eran las razones de Ren Kyoka para no delatar a su señora. Desde su más tierna infancia, el mayordomo amaba profundamente a Mizuki, aún a sabiendas de que ya estaba comprometida con Hattori Hanzo. El amor, rebelde a los designios sociales y personales, siguió su curso y ya había pasado una veintena de años desde que la dama Mizuki le había arrancado su primer y solitario suspiro.
Su amor para con ella siempre había sido respetuoso, lejano, sumergido y opacado por un respeto y una reverencia casi anormales, aún para un samurái. Una sola mirada, una única palabra dirigida a él de parte de su amada bastaban para hacerlo temblar y enfebrecerse. Mizuki, sin embargo, no solía hablarle en demasía, y menos aún con algo parecido al cariño. Luego de la partida de Hattori, ella comenzó a ignorarlo casi por completo, ante el alivio y la desesperación de él.
Ren llegaba a su habitación y meditaba en silencio sobre cada pequeño gesto, cada palabra dicha al azar, cada simple suspiro o sonrisa dedicada a la nada. Buscaba un mensaje oculto, alguna alusión a un amor compartido entre ambos. Era indudable que Ren la amaba (hasta Hattori debería saberlo, pensaba él, en alguna que otra noche lúgubre), pero los demás fingían ignorar su penosa condición, como un método retorcido de acusación y tortura. En el fondo, todos los habitantes del castillo de Edo sentían en menor o mayor medida la seductora influencia de Mizuki. Era una mujer que había nacido para dominar el destino de cada hombre que la rodease. Como todas.
Noche tras noche, Ren era el encargado de hacer pasar a los hermosos y furtivos amantes de la dama a la cual amaba. La tarea le había sido impuesta por ella misma, cuando todavía no había pasado siquiera una semana desde la partida de su Señor. Ren aceptó con estoica parsimonia y se avocó a sus tareas sufriendo voluptuosamente, quizá contento por recibir su justo castigo, pero todavía partido a la mitad por el honor y la envidia.
A pesar de sus continuos pecados, él todavía sentía (o quería sentir) la pureza casi virginal que subsistía en ella. Buscaba las más inverosímiles excusas para su vergonzoso comportamiento, hasta cuando los amantes comenzaron a entrar en parejas. Quizá su esposo Hattori la había golpeado, o quizá jamás la había atendido como marido, o quizá… Ren solía interrumpir estos pensamientos, avergonzado todavía más; era impropio de un servidor pensar tales cosas de su amo.
Cualquier pequeño detalle le recordaba a su belleza. Las hojas de cerezo cayendo por doquier, del color de sus mejillas. Los estandartes en la noche, sobre las murallas, negros como la cascada de cabello cayendo sobre sus hombros y sumergiéndose en los pequeños pero probablemente dulces pechos. El susurro del viento se le antojaba desesperadamente similar a los que ella exhalaba durante lo que Ren suponía era la cumbre de su placer. La amaba.
Cierta noche, uno de los amantes fue despedido casi de inmediato. Habían pasado dos años ya desde la partida de Hattori Hanzo, y Ren Kyoka era casi un anciano, arruinado por la pasión contenida y el sufrimiento silente. Desde dentro de la habitación, la voz de Mizuki lo llamó dulcemente, casi como si fuese uno de sus tantos sueños.
Ren Kyoka entró al aposento, deleitándose y sufriendo con la fragancia a flores y sexo reciente. El samurái pensaba, a menudo, que el dolor y el placer no eran sino la misma cosa. Un amor sin sufrimiento sólo era una urna vacía pero bien decorada.
Volvió a la realidad. Allí, delante de él, bajo la luz de todas las estrellas del universo y las velas de todo el mundo, se encontraba ella. Llevaba solo un kimono rojo y blanco, caído sobre el lado izquierdo y dejando ver un hombro. La visión de la piel de su señora lo perturbó gravemente y miró hacia un costado.
—Oh, he esperado tanto por ti, Ren Kyoka… —suspiró Mizuki, lascivamente.
— ¿Qué está diciendo, Mizuki-dono? —tartamudeó él, temblando, como si las palabras que escuchaba no fuesen las que había ansiado desde el principio del universo, y como si su señora fuese la más pura de las doncellas.
—Que todos estos hombres no han podido llenarme. La cruel imitación del amor no es suficiente, ni en el esposo ni en los amantes —respondió ella, abriéndose sugestivamente el ropaje —. Sé que todo este tiempo me has amado, y sólo estaba probando la magnitud de tus sentimientos. ¡Ven amado mío, que las almas llenen lo que el cuerpo no pudo!
Mizuki se abrió el kimono, dejando ver uno de los millones de cuerpos que Ren se había imaginado en anónimas noches. Su cuerpo palpitaba absurdamente bajo la mirada del mayordomo. Ren Kyoka, sin aliento, avanzó un paso hacia las sábanas, pero se detuvo.
La había amado. La había amado mientras era un ser casi divino, imposible de alcanzar, hermosa y distante como la luna o la inmortalidad. Ahora, ella era tan burdamente real como cualquier otra cosa. Como una pared, como los guardias que vigilaban el castillo, como el excremento de perro que se encontraba en la calle. Real, real, absurda, inadmisiblemente vulgar.
Salió a la carrera del aposento, dejando a Mizuki Hanzo confundida y medio desnuda, quizá también desconsolada. Atravesó los pasillos del castillo a paso rápido en dirección a los establos, dispuesto a ensillar un caballo y huir, huir como lo había hecho toda su vida.
Cuando salió al patio lo sorprendió un gran número de hombres armados, portando el estandarte rojinegro de su señor. Hattori Hanzo apenas lo reconoció cuando bajó de su montura y acto seguido le dio un fuerte abrazo, rompiendo con siglos de protocolo.
—Ren Kyoka, he regresado. Ha pasado mucho tiempo.
—Así es, Hanzo-sama —respondió el mayordomo humildemente. Nunca se había atrevido a mirarlo de frente, y mucho menos ahora. Tenía los ojos cerrados fuertemente, quizá tratando de retener el recuerdo de la nívea piel de Mizuki-dono hasta el fin de sus días. Quizá contra su voluntad.
—Has envejecido —repuso Hattori, mirándolo más de cerca, reparando en las arrugas y el pelo blanquecino—. Has envejecido demasiado. ¿Ha sucedido algo durante mi ausencia?
Ren Kyoka, samurái y mayordomo regente de Hattori Hanzo comprendió en ese momento lo que debía hacer. Tragó saliva ante la mirada expectante de su señor y sus soldados.
—De hecho, sí, Hanzo-sama. Los guardias y los espíritus pueden ser mis testigos esta noche, porque he de contarle los cientos de pecados que cometió su esposa durante su larga ausencia.
Hattori Hanzo lo miró, casi con compasión. Después de décadas, el samurái pudo devolverle la mirada.

“La vida está en la felicidad
La felicidad está en el amor,
 El amor está en el servicio”
Ren Kyoka se repitió por vez incontable estas palabras. Solo que ahora ya no podía creer en ellas.