lunes, 17 de febrero de 2014

Pesadilla del corredor

                Despierta al sueño escuchando un grito en la lejanía, cargado de horror y sufrimiento universal. Se levanta, alarmado, con la piel erizada por el frío que domina la habitación, el aire, su cuerpo.
                Abre la persiana vieja con cierta dificultad pero de manera constante; lo mismo con el ventanal. Sale al balcón y queda sin aliento cuando ve  la ciudad (su ciudad) encapotada por un crepúsculo tenebroso, por una pseudonoche regida por un sol que agoniza más allá de su posición en el horizonte; un sol viejo, moribundo, como  la tierra que baña débilmente.
                Mira los edificios, ajados, cubiertos por herrumbe y musgo malsano, centenario, infernal. Las veredas destruidas por pies de gigante, las plantas rodeadas de un hálito de muerte y putrefacción inevitable, profetizada.
                En la desesperación del panorama, baja corriendo las infinitas escaleras que separan a su casa del primer piso con la callecita que corre transversal a su portal. Desde el nivel del mar no puede ver los tejados hundidos, los incendios distantes, los edificios llenos de muertos.
                Corre hasta la avenida sin mirar, llorando en su pesadilla, con el nombre de un navegante de antaño: la calle Colón lo recibe con su cemento abierto, como una gigantesca boca dispuesto a devorarlo o a besarlo, lo que suceda antes. Llega y dobla sin dejar de correr, hacia el mar: a muchas cuadras delante de él se yergue, majestuosa, una loma increíble; detrás de ella, el Atlántico.
                Su ciudad se halla convertida en una embajada del infierno. Desde los oscuros portales de las casas, funestas sombras alargan la mano hacia él, que no sabe si piden clemencia o tratan de arrastrarlo. En la primera esquina que cruza, un grupo de demonios necrófagos sorbe lentamente la sangre de un cadáver, desparramado en el suelo como un maniquí, como un muñeco de pruebas. El muerto lo mira con ojos de gelatina, sorprendentemente animados. Él le devuelve la mirada, aún más animada por el terror que portan. El muerto lo saluda con una voz gutural (apenas puede emitir sonido: uno de los ghouls está masticando su garganta) en un idioma desconocido, arcaico.
                Corre, corre sin mirar atrás. Nefastas escenas dantescas se repiten sin cesar en las calles donde pasó su infancia: pasa corriendo y rodea un grupo de cadáveres semidescuartizados en una orgía descomunal que lo lleva al borde de la locura. Corre, corre sin mirar atrás.
                Pasa por la plaza donde pasó la mejor época de su vida, entre pitadas de marihuana y botellas de cerveza barata: a doscientos metros está su escuela secundaria. Para por un momento, hechizado por la nueva apariencia del espacio público: los árboles, antes lozanos, ahora están retorcidos, se mueven con contorsiones lujuriosas, animadas, llenas de maldad. Las flores exhalan un vaho pestilente, aroma a muerte y eyaculaciones mefistotélicas: sus colores van desde el más enfermizo pálido hasta el más presagioso negro azabache.
                Recobra poco a poco el aliento: había corrido durante más de dos horas sin detenerse, sólo impulsado por el más puro terror y las fuerzas irreales que le había dado su pesadilla. Ahora ya inmóvil en el medio de la calle, sin atreverse a sentarse ni de adentrarse en la plaza maldita, puede escuchar un ligero cántico que proviene de su escuela: identifica las voces de sus amigos, mezclada con otros cientos. Todos juntos hacen un coro de adoración a quien sabe que dios pagano, que demonio blasfemo procedente de otro universo: los adivina muertos, entregados sus cuerpos como sacrificio al objeto de su adoración.
                Sigue corriendo; ahora cierra los ojos y se tapa los oídos, pero eso no le alcanza para no ver y no escuchar. A los costados de la avenida, formas oscuras entre cabra y humano despedazan vientres de mujeres encintas, meten sus hocicos impíos adentro para sacarlos llenos de sangre y carne fresca, temblorosa. Desde adentro de las casas enormes y cuadradas vienen los gritos de las violaciones brutales, de los aquelarres presididos por los mismos demonios que afuera terminan el ciclo de su enloquecida labor.
                Llega al centro de la ciudad: no queda vidrio sano, no queda pared limpia, no queda piso sin sangre ni metro cuadrado sin cadáver degollado. Escucha un leve rumor y va hacia él, resignado, sabiendo que es la peor pesadilla que vivió en su vida, la más real; en el fondo, teme más a la ligera posibilidad de que esto no sea realmente una pesadilla que a los seres enfermizos que habitan en ella.
                Ya no corre, camina por la metrópoli convertida en Pandemonium. El cántico rítmico, casi tribal llena cada centímetro del lugar: ¿latín era? ¿Griego? ¿Alguna lengua conocida? Una babélica mezcla baila entre los versos recitados por la muchedumbre especulada por el corredor.
                Llega hasta la Catedral principal de la ciudad, ahora con las cruces invertidas y las paredes repintadas con motivos blasfemos, con vírgenes violadas y corderos caricaturizados. Una plataforma enorme domina la entrada: una cabra humanoide la domina, clavando cuchillos en los cuellos blanquecinos de los condenados. Abajo, una multitud festeja y recita el himno negro que resuena en sus oídos desde que salió de su casa.
                La vívidez de todo lo que pasa lo asusta hasta el paroxismo: siente el olor a sangre y esperma, el calor seco en sus labios, el ruido a llanto y el gusto a sal de las lágrimas. Desde la muchedumbre nadie lo observa, nadie lo persigue: el ritual sigue su curso mientras él y los no-muertos lo miran.
                Tiene miedo de no despertar.

                Y despierta.
                Un rayo de luz baña su rostro desde su habitación, en su casa de primer piso. El ruido insistente y  agudo del despertador sigue su rutina incansable hasta que lo apaga de un manotazo.
                Entre la confusión de las sábanas recuerda su sueño, ya sin miedo y con una ligera sensación de felicidad, si eso era posible.

                Porque la pesadilla no era pesadilla, era sólo un sueño. Porque el sueño no era sólo un sueño, era un sueño profético. Y él no era sólo un humano, sino que era el Anticristo.